Anchoas y Tigretones

Barthesiana

Estas líneas tan interrumpidas han sido calificadas hace poco como una eventualidad casi proustiana. Estas líneas son producto muchas veces de cualquier cosa menos de un proyecto, y así me gusta que sea.  Que Proust sobrevuele, ya me gustaría, es siempre inevitable en los escritores provincianos, dominicales y con gabardinas de color patata, que es un color tan raro que no existe porque es un color de siempre. A mí lo que me gustaría es ser barthesiana y regalar el nivel cero a la escritura, al texto un placer y las mitologías a cualquiera que las escuche. Y, sobre todo, regodearse en la nostalgia que viene encapsulada en blanco y negro en una foto,  ser capaz de hacer simultáneas la teoría y la emoción. Barthes, me acompañas.

Leo de nuevo, tras muchos años La cámara lúcida de mi querido semiólogo francés. Y lo hago porque recuerdo el capítulo que es un callado homenaje a su madre, fallecida poco antes de la redacción de ese ensayo. El no tan joven Roland se sienta a ordenar fotografías una tarde triste de noviembre, una tarde triste y francesa, una tarde de indagación y de entrega plena al dulce dolor del recuerdo. En una pirueta extraña estamos también en este 2015 en noviembre, es una tarde algo triste también.  Ni que decir tiene que esta señora proustiana que escribe estas líneas no es capaz de abrir un solo álbum de fotos desde hace tiempo, aunque algunas cosas siempre sobrevuelan,  etiquetadas bajo lo inesperado. Barthes escribe sobre reconocer la inexistencia de sí mismo en el retrato de su madre joven, de desconocerla a esa edad. Quién sería, cómo imaginaría al hijo que vino después y que es él mismo. Nos habla, también, de la pulsión de la muerte en cada imagen que hemos capturado y que se ha ido: el instante  ya no existe, se desvanece al intentar hacerlo eterno. Lo que vemos, lo que nos chilla desde los álbumes de fotos, son proyecciones para avanzar la nostalgia de la pérdida.  Yo soy capaz de recorrer algunas imágenes de momentos que precedieron a mi llegada al mundo y establezco mi particular tebeo  y guiñol de circunstancias: mi madre vestida de novia y luciendo un collar de perlas que llevó también en mi boda; mi madre de niña rodeada de sus hermanos y unos padres que son para mí desconocidos, mi madre paseando con sus amigas, mi madre tecleando en una máquina de escribir- con un jersey de manga corta y un cigarrillo evaporándose en un cenicero-, mi madre con un pañuelo en la cabeza al lado de una Vespa, junto a la Torre de Hércules. Mi madre antes de mí. Y lo que no son imágenes y que también es una proyección: agendas con exquisita caligrafía, dedicatorias en libros, pañuelos planchados y con olor a Royale Ambree, primeros correos electrónicos enviados con más de setenta años y que están ahí, en mi bandeja de entrada, carpetas con recortes en los que salgo yo y alguna de mis circunstancias.  Y esa tiranía de los objetos inanimados que siguen en su lugar pero han perdido su contexto: un cepillo del pelo, un tocador con cremas y una bandejita para sortijas, un libro sobre una mesilla de noche con su marcapáginas inserto, unos cojines en la penumbra de una habitación en un final.

Y mi madre después, ya conmigo en el mundo.  Y yo, como Barthes, tengo una particular predilección por una fotografía y por un momento. Mi madre me lleva de la mano por la calle Real. Viste una gabardina acharolada, muy mini, con un ancho cinturón y gafas, muy moderna y sesentera.  Me lleva de la mano y mira distraídamente hacia un escaparate. Yo, muy pequeña y abrigada- creo que es el invierno de 1970- señalo de frente al autor de la foto, mi padre.  El momento es perfecto: mi sorpresa, la delicada silueta de mi madre, un montón de viandantes- ¿quiénes serían esas dos señoras enlutadas detrás de nosotras? ¿Y el señor que fuma del brazo de una señora que mira también a la cámara? ¿Qué habrá sido de los dueños de la óptica que aparece al fondo, de la peluquera con moño de Marge Simpson del primer piso y que tenía un montón de perros adormilados?-y la mirada del amor tras la cámara. Y yo adivino el regocijo del fotógrafo ante ese momento mitad sorpresa y mitad pose, quiero crear un recuerdo en el que espero impaciente el revelado de esa foto, cuando se haga materia tangible y pueda tocarla,  quiero recordar también cuándo la pusimos en ese marco en el que ahora la contemplo y acordarme de todo lo que dijimos durante años sobre la gabardina de mi madre, sobre el gorrito que yo llevo, sobre mi padre revoloteando en una escena en la que está, sin aparecer.  Una foto, ya lo dice Barthes, de algún modo es un pasado y un presente; es esa invitación a esa tristeza empática que nos provocan los niños que juegan solos en su cuarto a juegos de dos o más personas, las soledades indecisas de los bares sin compañía, los carteles de «se alquila» medio rotos o descolgados de algún lugar sin fortuna. Contemplar una foto es la construcción de una melancolía a medida, es un pequeño pacto con algún pasado sin resolver o que aún duele- quién iba a decirle a esa niña que le iba a pasar esto y esto otro- es un envoltorio algo kitsch de una emoción guardada. Todo eso lo contiene una imagen  a la que ponemos una etiqueta.  Esa que es siempre un «Je me souviens …»al uso y manera de Perec  y que  a veces, y solo a veces, se convierte en algo proustiano.

Epílogo

Mi madre nos dejó el día 5 de octubre de 2015.  Y me viene el recuerdo de una breve conversación con Benjamín Prado en la Feria del Libro de Madrid, el pasado mes de junio. Cuando le pedí una dedicatoria  para mi madre salió  el tema de la enfermedad, de la vejez, de los cuidados. De la pérdida. Y dijo algo muy revelador para mí: lo mucho que le sorprendía cuando alguien le preguntaba la edad que su madre tenía al fallecer, como si fuese una justificación. Él me decía:» ¿Y qué si tenía 90 años ? Era mi  madre.» Recordaba esta conversación el otro día con mi amigo Santi, que apuntó también sobre el dolor de la orfandad en la edad adulta. Ya sabemos que es ley de vida. Pero el recuerdo y el dolor no tienen leyes.

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6 pensamientos en “Barthesiana

  1. La verdad es que siempre he imaginado francesas las tardes tristes pero no sé si será la edad, la vorágine de cosas por hacer o qué, el caso es que hace años que no vivo una tarde triste. También puede ser el clima murciano.

    • Yo, en cambio, lo que hace mucho que no vivo es una tarde francesa, vaya por Dios. No creo que sea el clima murciano, hoy hace un día malo y mis vecinos llevan toda la tarde desgañitándose a ritmo de reguetón o como carallo se llame, angelitos.

  2. Pilar díez en dijo:

    Precioso, Lorena.

  3. No hay duda, tienes el puc tum cogido!

  4. Pingback: Abril de 1966 | Anchoas y Tigretones

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