Verano de ida y vuelta
Hay un único principio para todo. Una línea trémula en la pantalla de un ordenador que puede borrarse y retroceder en cualquier momento, desaparecer, quedar en la mansedumbre de lo que nunca ha sido o en el limbo salvaje de las líneas sin corregir, por las que nadie pasará sus ojos. Literatura y música hablan de todo lo que comienza. Aquel pitillo que fumamos a escondidas cuando nos bajamos del autobús del colegio, el primer sello en un pasaporte que siempre se nos ha hecho pequeño y parecía tan abierto a las hojas, la piel que nos robamos mientras llovía, las horas vagas decidiendo que los horarios habían muerto, todo sucedió una primera vez. Los veranos eran la plácida exquisitez de lo que atesorábamos contar a la vuelta en setiembre. Y siempre inauguraban algo: había que irse en junio o julio y volver mucho más adulta o sofisticada, deseando volcar lo que habíamos esbozado en lacónicas postales. Había que guardarse el entusiasmo en la maleta de vuelta: habías ido por primera vez, habías vuelto por primera vez; era tuyo, no se compartía hasta que pudieses contarlo ante una audiencia entregada, que no viese las costuras a esa historia, que no supiesen el miedo que habías pasado esa primera noche en otro país, fuera de casa, viendo las sombras en una cretona imposible y rodeada de muñecos antiguos y aterradores.. Esa audiencia que te seguía a pie de recreo y envidiaba tu pose condescendiente, tus mangas remangadas, esas zapatillas inglesas que no se vendían en ninguna tienda de Coruña. Verano, a veces, eran ojos entecerrados bajo el sol, el placer de las cervezas medio adultas en las terrazas que nos parecían una promesa de madurez bien entendida, retomando lecturas mal digeridas ante los amigos de tus primas que ya tenían diecisiete o más y tú no. Y le cogías a tu madre unas gafas de sol que ya no usaba pero que te servían para ocultar la falta de años y experiencias, para mirar de frente y con dureza, con desapego, a esos chicos de polo Lacoste y motocicleta que ya habían tenido primeros veranos fuera y esperaban sus primeros otoños universitarios, siempre en Madrid, siempre en ciudades inabarcables, siempre en lugares de los que si te enamorabas- maldita sea- quedaba todo aún mucho más lejos de tu alcance. Pero ocultabas infancia y desconocimiento bajo unas gafas de sol ajenas y ensayabas las poses de mujer fatal que nunca serías, ni siquiera eso fue una primera vez.
Todo pasaba en verano, el verano de los principios, el que luego sería el de los finales. Antes del verano, tu madre te había calcetado una chaqueta de color garbanzo, una chaqueta de niña en un esfuerzo último por poner límites a la infancia huidiza. Cuando la terminó, te la enseñó con una mezcla que tu creíste de cariño y venganza, como diciendo algo así como «aquí está, no podrás irte, tendrás que llevar el estigma infantil, no huyas a la madurez, no puedes con esa chaqueta». Y tú canturreabas aquello del jersey de coton de Golpes Bajos, te anudabas la chaqueta a la cintura y corrías a subir en una de aquellas motos, en uno de aquellos salvoconductos a la breve e inocente libertad de los dieciséis años, contando los que te faltaban para veranos europeos y universitarios, veranos de mochilas y amores fugaces, de apartamentos belgas bajo la lluvia, de lo que crees para siempre y es para nunca, de Interraíles y de sofás cama prestados. Lo que iba a comenzar, lo que iba a ser el principio, lo que fue y no sabes cómo ha pasado tan rápidamente. Como el verano, que antes de nombrarlo se va.
Decía que todo tiene un principio. Y ahora que las madres ya no calcetan jerseys raros, querrías ponerte aquella chaqueta que acabaste olvidando en un concierto en la playa. Y cuando nadie te recrimina horarios, querrías sentir los pasos quedos en el pasillo que demostraban que alguien se había preocupado por tu vuelta. Y ahora que todo se marcha hacia el final de los principios querrías, en buena lógica, vivir de nuevo un primer verano.