Anchoas y Tigretones

Hogar (2) : tías y sobrinas

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Philadelphia, 1961 (Lee Friedlander) Tomada de http://fraenkelgallery.com/portfolios/the-little-screens

Acabo de leer en algún lado-gracias, Laura, creo que fuiste tú, pero escribo del tirón y ya no sé- que cuando éramos jóvenes no había prisa para nada. Todo quedaba lejos y se trataba de vivir el momento y postergar todo lo demás. «Lo demás» tenía que ver siempre con el pack de futuro estable, con desterrar los vértigos y la posible bohemia, esquivar esa normalidad de austera apatía que contemplabas con soberbia y distancia. No sé muy bien el alcance de lo que podríamos entender como una vida convencional, por más que hayan intentado convercernos de que todo parte de un núcleo y a partir de ahí todo son filamentos: las células, las familias, las cronologías y las trayectorias. Pues muy mal. Las hay que lo hemos mezclado todo, por fortuna, y tampoco sabemos si es fácil o difícil; simplemente somos así. Pero he hablado hace unos días- véase el post anterior, cómo mola autocitarse-de algunos asideros que siempre hemos tenido y de los que alardeábamos no necesitar: siempre estaban, congelados como la sonrisa comprometida de un primer encuentro. Te ríes, pero es verdad: hay una pléyade siempre de primos que parece que no van a crecer jamás, de tías y tíos que no van a morirse nunca porque quieres que evocarlos en cualquier circunstancia- desde donde estés tú, que para eso eres joven también eterna y vas y vienes- como en las fotos veraniegas de piscinas y churrascos, de playas con fiambrera y pachanguitas jugadas en la orilla. Que todo sea como siempre, aunque te irrite, para que tú puedas cambiar y hacer lo que te venga en gana: ser una gatoparda egoísta.

Claro que no es así. Hace tiempo leí un artículo de Elvira Lindo sobre La tía Tula, una de mis novelas favoritas y una sorprendente y magnífica adaptación cinematográfica. Es verdad, existía y existe -dentro de esas ramificaciones familiares largas- el papel de los tíos y tías solteros; ellas abocadas casi siempre al estereotipo fomentado por Calle Mayor o The old maid y el imaginario de posguerra y de los cincuenta que revalorizaba-dentro de un orden- a la mujer siempre y cuando fuese madre de familia. Las demás estorbaban, eran invisibles. Mujeres que no se «habían espabilado lo suficiente» para «pescar» (esa era la palabra, ojo, imaginen el anzuelo) a un marido y entrar en la respetabilidad eterna. Claro que los tíos solteros eran otra cosa: el crápula divertido y aventurero, el retraído romántico o el que vivía con su madre «porque sí», quizás escondiendo un drama de identidad sexual que no se alcanzaba a entender.  Pero en ese injusto imaginario colectivo, las mujeres solteras eran unas melancólicas feas que perdieron al novio en la juventud o en las que nadie se había fijado. Mujeres infantilizadas de tardes de radio y ganchillo, de radionovelas y  dramones a pequeña escala.  Porque  la vida a la que podían aspirar era eso: de bolsillo, una versión reducida, adormilada y vergonzante de la vida de las otras mujeres, las casadas, las que lo habían hecho bien,  las espabiladas que salían de un limbo para entrar en otro, aunque no lo supieran. Nunca se pensaba en la posibilidad de haber elegido la soltería porque sí, y digo bien «elegir», de forma proactiva, descartando el universo de domesticidades y pañal infantil. Y provocaba extrañeza- y aún la sigue provocando, pero esa es otra historia- el ser hermosa o normalita y no tener pareja, porque no sale, porque no te da la real gana o porque no tienes claro que esa vida sea para ti. Y si ahora ese machismo rancio sigue soterrado, no digamos hace años: era el ADN.

Yo tenía tías solteras también, como casi todo el mundo. Pero tenía tías que trabajaban desde muy jóvenes, que viajaron a Tailandia y Egipto cuando nadie viajaba a Tailandia y Egipto (en este último destino  por poco no las pilla la muerte de Sadat), que vivían las alegrías de sobrinas y sobrinos como propias, los desengaños e injusticias como suyos. Eran discutidoras algunas, políticamente comprometidas otras, reñidoras y dulces casi siempre, incluso sin quererlo.  Una de mis tías fumaba, lo que para mí era fascinante, un tabaco que se llamaba «Lola» y que era lo más, con unas hojas otoñales en la cajetilla que me parecían tan de los setenta cuando no sabía ni siquiera yo que algo fuese de los setenta. Otra de mis tías jugaba a las cartas con sus amigas,  iba a conciertos, al cine y a cualquier tipo de manifestación ciudadana:  me la encontré en una concentración de «Nunca Mais» con una cámara de fotos desechable, haciendo un reportaje que llevó al revelado al momento y del que nos hizo llegar copias.  La tercera, porque eran tres que vivían juntas y que estaban en nuestra imaginación con la etiqueta de «las tías», siempre concordaba conmigo en que la ciudad más fascinante del mundo era Londres. Y cuando yo le preguntaba por qué, respondía, inequívocamente, que por lo cívica que era la gente en los parques, ya que llevaban sus sandwiches en bolsas de papel marrón y recogían la basura al final.  Mis tías hacían la vista gorda cuando mis primas y yo nos probábamos todos los zapatos de tacón, tenían un pájaro somnoliento y amarillo que se escapó una mañana con gran disgusto para todos. Te escribían unas cartas maravillosas entre las tres cuando vivías en el Imperio, llenándolas de recortes de periódicos locales. Te felicitaban sin olvidar jamás ni un cumpleaños ni un santo y eran solidarias hasta extremos inauditos: cuando yo era becaria de una televisión decidieron ver únicamente ese canal, a ver si subía la audiencia y me hacían fija. Su casa, la visitases mucho o no, era un lugar inamovible, en el que con el paso del tiempo las salidas se fueron espaciando, las visitas nuestras también. Los muebles y nuestras fotos de orla universitaria- en fila, al lado también de nuestras fotos de boda- se fueron quedando más solos y vacíos. Y la casa-tan llena de objetos imposibles como de maravillosos libros de mi abuelo- se fue haciendo lejana, como si hubiese emprendido una vida autónoma y diferente, alejada de nuestra cotidianidad y nuestra memoria, absortos en nuestra modernez egoísta. Sin tiempo, muchas veces, para lo que es la vida: dejar de deshabitarnos.

Mi última tía soltera, la última habitante de «la casa de las tías» ha fallecido ayer. Y repasas esas fotos en las que te recogía en su regazo, te acuerdas de su radio permanentemente puesta, de su soledad en los últimos años y de su cabeza surreal y agotada al final, volando a veces tan lejos como aquel pájaro amarillo de la infancia.. Y qué pena: en un cajón de mi casa tengo guardadas algunas bolsas de papel marrón que tanto le gustaban, aquellas que contenían la promesa de un picnic en el parque en homenaje a la ciudad que ambas adorábamos. Y reconoces que la orfandad tiene muchas pieles : una de ellas es llegar a ser adulto y recorrer las piezas desacompasadas del pasado. De todo aquello que es tu patrimonio agridulce.

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3 pensamientos en “Hogar (2) : tías y sobrinas

  1. Un texto grandioso e cheo de sentimentos.
    Gustoume e non pouco.

  2. Emocioneime máis da conta, como me levaches do que todo sexa coma sempre para un poder ser doutra maneira, á tenrura dos párrafos das tías, desa onfardade de nós mesmas, das que fomos.

    • Eu aínda sigo na emoción, incapaz de escribir unha liña que non sexa a da lembranza, do recordo emocionado, dos feitos que puden facer para pasar mais tempo con elas e non fixen…Grazas por pasar por aqui,, Zeltia querida,.

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