Anchoas y Tigretones

Hogar

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The Addams Family main cast – Tomada de wikimedia commons, imagen en dominio público

Todos necesitamos saber dónde colgar el sombrero. Subir escaleras y reconocer territorios, los espacios entre dos pisos, el botón del ascensor algo gastado, la cerradura que hay que empujar un poquito porque si no no abre. De todas las mudanzas, de todos los lugares que has habitado, incluso de los que habitarás, ya te llevas algo. No son cicatrices ni siquiera equipajes, son biología incorporada. Había algún piso que olía siempre a cera, otros a la humedad del esqueleto de las ciudades sombrías que viven bajo paraguas; otros- tan lejanos en la distancia y en el tiempo-con una moqueta en la que se apilaban libros en inglés de teóricos imposibles. Pisos enamorados, cocinas de azulejos y platos sin vajilla, cuartos de baño con cepillos de dientes pares y nones. Olores, vecinos, ventanas furtivas, plantas mimadas y gatos perezosos. Parejas y compañeros de piso, espacios en la vida, unos sucedían a otros. En todos te has sentado a beber cervezas y cavilar, has visto llover o salir el sol desde diminutas terrazas, imaginando horizontes,  intentando recuperar rincones para una futura cartografía de recuerdos. De esos que pocas veces permanecen impasibles, magnificados siempre por la emoción de recordar, minimizados por el dolor que ha habitado sus paredes.

Hay, como decía al principio, lugares que son donde cuelgas el sombrero. Has crecido en una casa de techos altos y pasillo infinito, ese que siempre será el pasillo del shshsh de zapatillas, con sintonía lejana de Telediarios y barcos errantes, de gaviotas cercanas y radio con Luis del Olmo,  con deberes y maletas, era casa. Tenías llaves, cajones y un lugar en el sofá. Y una familia que, por fortuna, en tu caso funcionaba, sin ser, como siempre has creído, una estructura inamovible a la que siempre regresas porque era igual en todas partes. Un asidero al que dar la espalda para nadar sin guardar la ropa, estaba ahí. Plagado de celebraciones y desencuentros, de días tan como otros, esa jaula a veces desde la que querer volar, esa realidad a mordiscos de algunos fines de semana. Familia y hogar iban parejos.

Y la vida, claro, da la vuelta. Y vuelves a aquella estructura que pensabas tan sólida y tan de fin de semana a organizar neveras que ya no son tan tuyas, a pasar tiempo de silencios y siestas, de conversaciones interrumpidas y medicamentos.  De reconocer rincones a pesar de la diferencia que ha marcado en ellos el poso de los años. A reinventar costumbres y acomodarte a otras, a dejar de ser viajera ocasional con una vida que siempre cuentas porque es distinta a ser una habitante casi permanente. Y, de nuevo, recorres el pasillo con unas zapatillas ya no tan silenciosas, pones manteles y cubiertos en una mesa, escuchas y aprendes. Porque hay mucho que aprender del recorrido del amor ajeno en una pareja de mayores, en el cuidado y apoyo a lo largo de los años, en el saber estar sin hacer ruido. Y mientras sonríes con las huellas de un pasado ya muy remoto-discos de The Boomtown Rats  (Bob Geldof, tú antes molabas) y novelas leídas con displicencia porque eran obligatorias-construyes las bases de una convivencia nueva y distinta, de adulta al fin. Y donde tuviste en tiempos la famosa habitación propia, que con el paso de los años suele convertirse en una habitación con armarios y trastos evitables, buscas el espacio donde colgar el sombrero. Porque a pesar de todos los sellos que coleccionen tus pasaportes, de todas las climatologías y paisajes diferentes, esa es una casa. La que fue tuya, hogar. Donde aprendiste y sigues aprendiendo, y eso es una gran suerte, las bases del amor.

 

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Un pensamiento en “Hogar

  1. V. do Rexo en dijo:

    Eso es, el hogar, donde quedan rastros de lo que hemos sido, la sombra amable (a veces) que nos persigue. Mi hogar, que se ha mudado de casa muchas veces en estos años, al final queda en el pueblo, porque esta es una de esas familias que entran en la ciudad, pero no la ciudad en ellas. Allí, en aquella casa sin amueblar, se van amontonando los recuerdos (y las cajas de mudanzas futuras), aguardando nuestra vuelta.

    Biquiños sureños 😉

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