En un cuaderno Moleskine (30) : la calceta de Rohmer

Chloè y Frederic, en una escena de L’amour l’après midi
Un recuerdo apresurado, escrito de golpe y sin borrones:
«Los recuerdos son, casi siempre, momentos apresurados. Son los protagonistas de una película francesa corriendo en la sala de un museo, en un travelling feroz, viendo, o no, pasar las obras maestras de la pintura en esbozos, fragmentos, flashes inacabados. Luces y sombras en una carrera famosa, tan grabada en nuestra memoria de cine que se hace estática, es un momento único, no son los famosos nueve minutos. Hay otros recuerdos que tienen la cadencia asombrada de lo minucioso. Cómo es posible que te acuerdes del picor de un jersey que tu madre te obligaba a ponerte, del color de las entradas de aquel cine al que tanto ibas, de lo que tardaban las burbujas del Cola-Cao en disolverse, del olor de la lejía en las escaleras de madera. Recuerdas conversaciones triviales como una cronista devota, qué más daba aquello o no, pero te acuerdas. Y borras algo que era importante y lo sigue siendo. Una piensa, a veces, que ser capaz de reproducir momentos tan concretos y alejados en el tiempo es ser casi una coleccionista de citas y secuencias. La memoria es posible que sea eso: la facultad de obtener retazos y recrearlos. No es la fuente de dolor que decía un escritor, ni tampoco un pasaporte hacia la soledad, que decía otro. Es un equipaje fortuito, que te asalta con las ganas pertinaces de los catarros del invierno. «Acuérdate, era así, y lo has vivido».
Era a mediados de los ochenta, ya tenías una buena trayectoria en rebeldías y discusiones. Intentabas sosegar esas ganas de cerrar la puerta de casa y ver, por fin, lo que había más allá del fin de aquella calle, de todas aquellas casas apiñadas como un decorado de función de fin de curso. Había un mundo más allá, otro, y lo sabías por la certeza firme que te daban la literatura y el cine vividos, los modernos programas de televisión y las revistas que comprabas y hablaban de otros lenguajes posibles. Te admiraba que no todo el mundo quisiese ver lo que había más allá, contabas con los dedos de las manos y los pies el tiempo que faltaba para tener un pasaporte formal hacia la vida en singular y no el ensayo de juguete de irse a la universidad. Al mismo tiempo empezabas a añorar antes de irte el espacio tan conocido y que era tuyo, tu lugar en la mesa del comedor y el sofá familiar, tan amoldados a tu cuerpo que cambiaba como distinta eras tú, día a día, en aquellos tiempos veloces.
Es posible que fuese un día previo a vacaciones o un lunes, quizás principio de primavera. Después de cenar y recoger, te quedaste con tu madre en el salón, la tele encendida. Antes, habías cumplido con el ritual de costumbre. Cogías una manzana de un frutero y disfrutabas, todos los días, de la minuciosidad del padre dejando todo el plato lleno de mondas de manzana, una tira completa, querías imitarlo y no podías. El mismo juego año tras año, divertirte con eso. Tu padre llevaba un batín de cuadros idéntico al de don Pantunflo Zapatilla y mira que le habíais regalado otros mejores: no había manera. Los cuadros granates y grises, siempre. El frutero blanco y de tres pisos, por el que iban pasando las estaciones, y, no sabes por qué, siempre un limón encima de todo. Un limón que nadie se tomaba, presente en todos los postres de comidas y cenas. Tu padre madrugaba muchísimo y, después de cabecear un poquito, daba besos y se iba a dormir. Tu madre calcetaba unos jerseys eternos, aquel día era blanco y sin mangas, con ochos y de perlé, ese jersey de punto apretadito que te habría encantado conservar hoy. Hablabais de alguna cosa como los futuros posibles en las filologías, las notas medias y sus restricciones, la vocación y lo práctico. A ti siempre te ha gustado ver la tele sentada en el suelo y eso hacías, apoyada en la pared, mirando alternativamente a tu madre y a la tele, estirando a veces las piernas sobre aquella moqueta beige claro, un poco gastada, áspera y sufrida, que era la forma en que se escogían las moquetas: que fuesen sufridas.
-¿Hoy hay película?
-Creo que sí-respondiste, mientras te revolvías en el suelo sin encontrar postura, siempre has sido torpona y de difícil acomodo.
-A ver cuál es y si no acaba muy tarde. (La obsesión de las madres por la duración de las películas es algo digno de ser estudiado en alguna universidad del medio oeste americano. Pero esa es otra historia).
Cogiste el periódico para ver la programación de la tele, ese gesto que era tan habitual y hoy ya desaparecido. En la última página de un periódico de provincias, el que había en casi todos los hogares de la ciudad de viento atlántico y casas apiñadas en la que vivías, leíste:
–El amor después del mediodía, dentro del ciclo dedicado a Eric Rohmer.
-No entiendo por qué ponen siempre películas que no ha visto nadie. Bueno, podemos empezar a verla a ver si nos gusta y si no, nos vamos a la cama. Que se nos hace muy tarde.
Y allí os quedasteis, hasta el final. Tu madre dando vueltas y vueltas a aquella calceta eterna, más ochos y más largos, mientras Chloé en la pantalla iba tejiendo la vida de una chica parisina en un apartamento parisino con un amante parisino. Y ella, en un gesto que a ti, hipnotizada y sentada en el suelo te pareció extraordinariamente revolucionario, colgó de la puerta de ese apartamento parisino un cartelito con su nombre: «Chloé». Aquella vez dio igual todo lo demás. Era su nombre escrito en la puerta, mi espacio, mi vida, mis horarios, lo que quiero. Nombre y cuarto propio.
-Esta película me pareció rara, pero me gustó. El chico es un poco tonto, la chica es mucho más lista -dijo la madre, guardando la labor en una bolsita estrecha de plástico con publicidad de una zapatería.
-Es verdad, mamá. La chica es mucho más lista-dijiste, levantándote del suelo y apresurándote a recoger aquellos cables extraños que llevaban las teles mamotretos en zonas en las que se veía mal la segunda cadena de televisión.
-¿Y dice el periódico que es un ciclo? Pues a ver que nos ponen la próxima semana.
-Es un ciclo, sí. A ver qué ponen y si nos gusta tanto.
A la semana siguiente, con la calceta más avanzada y después de tomar manzanas de postre, vieron juntas La marquesa de O. Como en el cine del director francés, todo son momentos. Incluso si son tediosos a veces. Porque la vida, observarla, es un trabajo que cansa.»
Por si a alguien le apetece ver algo de Rohmer, en filmin hay bastante a precio muy razonable, es más, yo diría barato.
Yo escucharía a Aznavour para leer este post: por ejemplo;
Y si alguien tiene ganas de más, en Anagrama hay una edición de los Seis cuentos morales de Rohmer. Hay ejemplares en las bibliotecas. Vayan a su biblioteca pública, es suya y de todos. Y por mucho que le intenten convencer, usted y las bibliotecas ya han pagado los derechos suficientes en sus impuestos en la adquisición del libro.
Estamos ‘vaciando’ el piso d mis suegros pq lo han vendido y ellos están en resi (ufff….). Fue el otro día uno d mis hijos (ahora 15 años) y recordaba rutinas muy simples q yo iba completando. Emocionante: cómo jugábamos a un ajedrez del abuelo a ver quién derribaba más fichas de una tirada, cómo les hacía cerrar los ojos en el ascensor y tocar el Brailie de los nºs, cómo y dónde….. qué emocionante…. Ah: y viva Aznavour: Armenia tb’ existe!!… añado en los caminos d lamemoria el impresionante poema de H. Hesse: Escrito en la arena… (In Sand geschrieben): http://cclaridad.blogspot.com.es/2012/02/escrito-en-la-arena.html