Más sobre (puntos de) fuga

© Nádas Péter «Hungry girl»
Dice la Wikipedia que el punto de fuga es, poco más o menos, el lugar donde convergen unas rectas paralelas. Es decir: hay unas líneas, cada una de su padre y de u madre, y llegan al mismo destino, al mismo lugar. No tengo nada claro qué sucede al final: si se casan, si encontrarnos aquí ha sido una locura, que si es lo mejor que nos ha pasado, etc. Una imagina las vías del tren, que es el ejemplo que aparece en la entrada, llegando juntas a esa difusa línea del horizonte por caminos separados, en una especie de serendipia para todos los observadores menos para ellas, que tanto han planeado esa ida y tanto han hecho para encontrarse. Para fugarse, ya lo hemos contado, no es necesario mucho a excepción de llenarse las ganas de aventura, de rabia o desesperación, de necesidad de estrenar. Hay quien ante cada viaje, que es una posibilidad abortada de fuga, de no retornar, de no volver; fantasea con la posibilidad de mudanza definitiva, ese traslado sin previsión de ningún tipo. Paseando por las calles de las ciudades que nos enamoran, hay una idea volandera siempre, planeando como una amenazadora gaviota: «Y yo..¿yo podría vivir aquí?». Miro mucho las ventanas de los edificios cuando paseo por ciudades ajenas. En algunos lugares es, obviamente, mucho más interesante que en otros. Amsterdam es un festín con sus ventanales abiertos casi a pie de calle. Me gustan las recias cortinas de alguna casa en la que ya me veía viviendo en Londres. Adivinando, simplemente, cómo sería la distribución de las habitaciones: dónde ese cuarto de baño, qué bonito sería un perchero en la entrada con un bastón y un sombrero. Oh, claro, los techos altos de los apartamentos parisinos en los que nunca he tenido un tocadiscos ni he escuchado la lluvia sobre su, imprescindible, claraboya. También me gustaba respirar hondo y salir de portales con escaleritas y macetas en Nueva York, haciéndome la displicente, imaginando que esa es mi rutina y no otra, intentando pensar en neoyorkino, en traducir del inglés ese espacio para mí. Cómo nos atenaza, en ocasiones,esa nostalgia inaudita de lo que no has vivido y de los espacios que no han sido tuyos jamás, porque ni siquiera existen más que por un momento. Formas cobardes y perezosas de la imaginación.
En el fondo, una piensa que todo esto no es más que otra posibilidad de impostura. Ese desdoblarse lo es, claro, pero en nuestra vida de pijitos del siglo XXI, con nuestras veleidades 2.0, con nuestro exhibicionismo relativo -la puntita nada más- y con la eterna necesidad de comunicación, se intensifica. Nos creamos, nos trabajamos una foto para un perfil, diseñamos, casi, una personalidad pop o retro, una estilización de lo atrayente. El anecdotario lo es más en una pantalla. La inmediatez de publicar un estado en una red social lleva la paradoja de, por un lado permitirte editarla-repensarla, escoger el estilismo en forma de vocabulario-y también a la presurosa necesidad de ser el primero, de colocar nuestra banderita en la luna, en el continente inexplorado y tan efímero de una línea de tuits. No digo nada que no sepamos, nada que no denostemos a diario para volver a abrazar de nuevo, como fumadores reincidentes.
Los doppelgängers digitales son, muchas veces, más interesantes. O no: lo es la construcción idealizada que tenemos de ellos. Los hay que provocan admiración y miedo, fascinación y rechazo, casi nunca indiferencia. Y ante los desencuentros y el darse de hostias virtual, por ejemplo, una se pregunta cómo serían las cosas desde el otro lado. Si domesticar, por decirlo de algún modo, a ese doble digital de alguien nos llevase a un espacio real y determinado, si con esa persona real que pisa el suelo yo me tomaría las cañas y si yo sería capaz de entenderme. O por lo menos, de reconocer las pausas en el discurso, de escrutarle los gestos en busca de ironía, de desapego, de narración. Si, la prueba definitiva, con esa persona yo sería capaz de compartir mi aburrimiento, que es la forma suprema de empatía.
He empezado hablando de fugas, de lugares donde una podría llegar con una mochila o con una maleta diminuta y quedarse a vivir porque sí. De sentarse en un sofá desconocido, en una casa que no hemos visto antes y hacerla nuestra, estaba allí en ese lugar del mapa esperando por nosotros. En esa convicción de que somos dueños de posibilidades, de un manojo de ellas, en realidad. De ahí a idealizar las otras vidas, hay un único paso. Las vidas que no existen, claro, las que están agazapadas, esas sí, en cualquier lugar de Internet. O en las cabezas de otros.