Fugas

Fotografía de Roger Mayne «Young kids in North Kensington». Tomada de http://bastardkeaton.tumblr.com/post/17506346296/roger-mayne-photographed-these-young-boys-in-north
Cuenta Juan Tallón que un día quiso escaparse de casa. Uno puede tomar esa decisión por mil motivos: estoy hasta los huevos, no me entendéis, esta familia no merece mi talento, mis notas son una mierda y se va a liar parda o me han pillado fumando y se va a liar más parda. Yo no tengo el talento de Tallón para la fuga-esa hermosa huida acompañado de Carver y un cuaderno para anotar posibilidades, ese volver al maridaje genial de la Nocilla y el chorizo- y mi vida, quizás, desterraba ya el romanticismo implícito en dejar una nota, en dar pistas o señales de que se mascaba una tragedia. No. Me fui de casa con tres años lisa y llanamente porque la puerta estaba abierta y enfilé las viejas escaleras de lejía y madera del hogar familiar. La excitante aventura terminó en el portal de la casa de al lado donde, ya es casualidad, me topé con mi padre que se rio a carcajadas y me hizo una foto que aún guardamos. Digamos, por lo tanto, que no tuve conciencia de la huida, no saboreé el dulce regusto de la rebeldía ni, mucho menos, fui consciente de hacer algo malo o bueno, así de simple era escribir en el cuaderno de la infancia. Años después, cuando asomaba la soberbia, esbozabas un catálogo de impertinencias y te volvías contestona tomando el postre, querías horarios tardíos, algún que otro capricho consumista o, y esto era cierto, te pedía el cuerpo sacar esa especie de alien extraño que son las ganas de discutir. Eras eso : un alien hormonado que se las sabía todas, que se estrellaba contra la displicencia de la madre y el corte del padre, en la escasez de argumentos, en la que los psicólogos llamaban «brecha generacional». Todo acababa siempre del mismo modo: portazo, música o libro y tumbarse en la cama a fantasear con otros mundos posibles en los que ya no soñabas con familias Hollister, sino con una habitación mucho más propia y con unas vagas y difusas aventuras en lugares muy alejados de tu realidad atlántica.
Quizás para huir no sea necesario marcharse. No hay tampoco antagonismo entre irse y quedarse, todo siempre es relativo. Podría ser capaz de prescindir de contacto con el mundo viviendo lo que tenía literalmente entre las manos: las novelas, las cintas regrabadas, el camino evasivo de la falta de responsabilidades. El mundo de gramática propia y donde respirabas cómo y cuando a ti te daba la gana, era portátil y viajaba contigo, no tenías más que tirar del hilo, avanzar, llenarte de ganas. Más adelante comprendías que, en realidad, vivir era sortear encrucijadas, decidirse por alguna incluso sin criterio, solamente por corazonada, por una convicción exenta de realismo y de lógica, porque sí: si estudiabas Filología en vez de Derecho, si no ahorrabas porque para qué, si sonreías siempre y más a quien tenía más posibilidades de volatilizarse. Y a veces acertabas claro: molaba la Filología y sus misterios, siempre has preferido la cigarra a la hormiga, y, qué demonios, en la variedad está el gusto, que una no se veía conjurando fidelidades perrunas. Decidías a veces con la técnica del trilero, como jugando al mentiroso con los dados o escogiendo décimos de lotería. Más música que azar.
A veces, aunque pasen los años sigues igual. Pero el tener ya una trastienda de husos horarios diferentes, de distintos buzones y también de plazas de aparcamiento te lleva a pensar «y si….». Los futuribles y las dudas. O, como dice un detective de serie de televisión a su compañero : «esa extraña certeza de que hay otra vida aguardándote en algún lugar». Una vida con sus muchos pros y sus pocos contras, sin notas de despedida en la mesa camilla con el juego de llaves, con la carga de idealización de lo desconocido y no realizado, de lo que imaginamos a medida. Hay quien vive con una mochila permanentemente hecha, quien no deshace jamás maletas, quien cree que no existe o no ha encontrado aún su lugar en el mundo.
Esa posibilidad es lo mismo que guardar una pistola en una caja, al fondo del armario, y abrirla de vez en cuando para darle una caricia.