Stoner o el hombre gris
Hay un arte acompasado en lo minúsculo y cotidiano. Todo aquello que pasa desapercibido porque conocemos de memoria: las servilletas dobladas en triángulos en el tercer cajón de la cocina, esa casita dibujada a rotulador por algún pequeño inquilino del inmueble justo ahí, encima de la tecla del 2 en el ascensor que huele a ascensor y engranajes aburridos. Las carpetas recicladas encima de la mesa, el cartel de desvío a una carretera paralela a la que recorremos todos los días y que dejaste de leer hace mucho como promesa e incógnita en la distancia, esa taza siempre un poco coja y desarmada, la luz que se posa como una leve tormenta de polvo encima de la mesa de tu estudio. El ruido de la persiana, el apresurado café de media mañana, un carro de supermercado, los pasos de los vecinos sobre el parquet, cosas de siempre y de todos los días. Muchas más: las coges, las hilvanas y es la esencia de tu vida, mucho más que el día que él y tú os conocísteis o cuando entraste en un aula universitaria por primera vez, sintiendo que eras diferente, que obtenías ya la licenciatura o el grado en algo impreciso de una cronología que ya empezaba a tener más de dos o tres líneas. Tampoco es, tampoco son, el aire de una ciudad largamente ansiada en la literatura que atesorabas en la cabeza, no es tu vida Londres ni Nueva York. Tu vida es ese goteo en la ducha todos los días, son los compañeros de trabajo con los que a veces pasas más tiempo que con tu familia, tu modo de retorcer un mechón de pelo cuando tomas aire para seguir escribiendo. No es que tus Londres y tus Nueva York no hayan sido ni sean, ni lo sean tampoco tu día de boda o los ojos que te miraron aquel día y para siempre. Son tu vida tangencial y extraordinaria, las guindas pasteleras que hacen que brille la rutina en su rareza.
Hay vidas que parecen escritas por un oficinista en un turno de 9 a 5, con una pausa para comer porque parecen reflejar la convención de esas vidas. La ausencia de sobresaltos, la linealidad, lo ordenado. Vidas o novelas donde todo parece una eterna sala de espera de dentista en la que, solos, fantaseamos adormilados para pasar el tiempo, donde casi escuchamos el ruido sordo de una cuchara golpeando, con un ritmo pausado, el fondo del plato en una habitación con un solo personaje. Cuando una comienza a leer Stoner de John Williams se desconcierta y sorprende ante lo que parece una vida diseñada para nacer y aguardar la muerte. Trabajar la tierra, comer, descansar. El silencio, las estaciones, el día siguiente. Y nada más. La dureza de la tierra, la compañía silenciosa de los padres, la continuación de las generaciones porque sí, porque es el orden natural, exento de romanticismo y conflictos. Uno existe y ya está, del mismo modo que los cultivos se malogran por circunstancias determinadas y por lo que el invierno sigue al otoño. No hay más. Y esa sería, en esencia, la vida esperable, lo previsto y previsible, lo que está escrito en la mecánica inexorable del destino.
Sin embargo,lo extraordinario está siempre, o casi siempre, inscrito o agachado entre la rutina. Y un campesino se convierte en estudiante de agricultura, con una asignatura obligatoria que se le resiste, esa literatura inglesa de segundo, y que acaba convirtiéndose en el eje de una vida que tendrá otros puntales, también previsibles y extraordinarios. Stoner es un protagonista gris que podría ser hijo de Steinbeck y que termina conformando parte del género de la «campus novel» en una de sus materializaciones menos glamourosas. Stoner sigue un camino marcado por la dorada medianía: un trabajo mediano, un matrimonio con una mujer tan excéntrica como extraviada, una hija a la que pierde, una pasión tan extrema como ordenada, el protagonismo de una intriga departamental y universitaria, la amargura del arrinconamiento. Un Sísifo de despacho universitario, un abnegado trabajador de la filología. Una historia en la que nada termina de conseguirse por completo, exenta de dramatismo, cargada de contenidas emociones. Stoner es el hombre discreto que puede destacarse entre la muchedumbre si uno fuerza la vista en un hombre cualquiera. Aquel que vive la paradoja de que su vida sea diferente, única en su normalidad : lo cotidiano es significativo para cada uno de nosotros. Creo que todos, alguna vez, hemos jugado a las «vidas ficticias». Tomar al azar a un desconocido en el autobús, la calle o el tren. Inventarle una vida, un pasado de astronauta o asesina a sueldo, de violinista checa en el invierno de Nueva York o de crápula dilapidador de la herencia familiar. Pero incluso todos ellos, crápulas, hijos pródigos, perfeccionistas estudiantes de violín o exploradores de mundos lejanos, todos nos sustraemos a la condición humana de ser un conjunto de células llegadas aquí por evolución. Todos hemos vivido, y el que no es que solamente ha vegetado, pasión y desamor, hemos lidiado con personalidades extravagantes, hemos sufrido alguna envidia o zancadilla y hemos tenido nuestros momentos de temerario heroísmo. Como Stoner: da igual que el escenario sea un convencional campus del medio oeste americano. Que lo que tengamos entre manos sea el programa de una asignatura,una tesis doctoral o los artículos que vendamos en una mercería. Somos iguales, somos diferentes, una amalgama de extraordinaria vulgaridad.
Quizás tiene razón quien dice que en esta novela no pasa nada. Depende de lo que entendamos por ello. Y uno comprende, cuando termina de transcurrir por esta biografía de perfil, por esta recopilación de momentos vitales, que ha asistido a la extraordinaria representación de una vida como tantas otras o como ninguna. Abnegada, laboriosa, a veces calvinista, contenida y estoica. En la que el sufrimiento vuela por encima de nosotros y de nuestro protagonista dándole de lleno, hiriéndole pero sigue ahí, único, solitario y estoico. Escribiendo y enseñando, haciendo, ni más ni menos, aquello que tiene que hacer. Ese determinismo abnegado de los profesores de larga trayectoria. Y de los hombres buenos, que identifican la rebeldía con una traición al destino. Pero, ay, que nos sorprenden a veces con su sofisticada resistencia de Bartleby. Con una aparente docilidad que es revolucionaria por lo que tiene de estrategia de superviviente.
Y uno de los guiños, de las sorpresas, es releer las primeras páginas de nuevo cuando ya hemos llegado al final. Finales y principios tan iguales: solos, únicos, tan indiferenciados por la muerte. Un don nadie, ese héroe. Stoner, ese viejo. Humano, demasiado humano.
John Williams Stoner Editorial Baile del Sol, 2013- Traducción de Antonio Díez