Anchoas y Tigretones

Archivo para el día “mayo 19, 2013”

En un cuaderno Moleskine (27) : historias escritas

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Post-it pegado en el cuaderno, en una de las tapas. Esta vez, un párrafo entero, sin ningún tipo de enmienda ni arreglos posteriores:

«El insomnio es una de las mejores escuelas de escritura.  O, tal vez, de las peores: las palabras, que de mañana aparecen tan lisas, tan tersas y diminutas, su negro sobre blanco, tienen por la noche un antojo lejano de armas arrojadizas.  Lo doméstico ha perdido el carácter del ruido, del engranaje de las horas productivas, de todo aquello que burlamos para seguir hacia adelante, las carreras de lo imposible, de lo que nunca llega porque no comienza su fin. Garabatear por la noche, notando las teclas mucho más que dormidas, tiene algo de alquimia exquisita, de acracia y de robo. Me pregunto qué historias comienzan a hilvanarse en un portátil que grita su luz en alguna cocina de algún apartamento. Cambiar la fisonomía y el escenario, eso es.  Recuerdas las primeras líneas sobre una mesa amarilla chillona, los pies colgando de una silla demasiado alta, las ceras Dacs desperdigadas al lado de aquel cestito del pan tan deshecho como las migas que siempre quedaban dentro. Y también cómo pintabas una sonrisa al sol que presidía el dibujo de una casa más alta que los árboles, donde, siempre o casi siempre, había un columpio y una niña con coletas jugando a la cuerda. Y firmabas con orgullo esas historias que siempre eran la misma, y sí, a veces era de noche cuando las dibujabas. O pensabas que era de noche, tan largo había sido el día en sumas y diagramas de Venn, en cambios de cromos («sipi y nopi») y en finales de sopa y Cola-Cao.  Más tarde se hacía de noche sobre los folios desordenados y los miles de rotuladores fluorescentes sobre un tablero comprado a medida, como tantos otros tableros de pisos de estudiante. La diferencia era que, mientras en otras cocinas y dormitorios lejanos ya había quien hilvanaba a golpe de sintaxis impaciente sus primeras historias y conclusiones, tú saltabas de la yod cuarta a un nunca bien trabado cuento  o engendro de relato que fuese que contabas.  Y arrugabas papeles en una bola, y en eso consistía la escritura : en tirar las bolas de papel desde el tablero al suelo, para hacer como efecto de escritor atormentado, eso era escribir y nada más, dejarse llevar por lo que creías que contabas y luego rasgar la hoja, hacer una bola, e intentar encestar entre dos libros en la estantería o en el hueco de una zapatilla, como si le hubiese nacido un muñón cuadriculado por azar y obra de la noche.  Y echarle la culpa a la inspiración o a lo que fuese: es que no me sale.  Y así fue pasando el tiempo, las historias crecían en los momentos más inverosímiles, eran restos de paraguas en una papelera los días de temporal. Ese curioso ejército de esqueletos de paraguas, tan parecidos a las historias que no han llegado a ningún lado, que se abandonan en una especie de vacío creativo donde habita todo aquello de lo que se pudo escribir y que fue vencido por la desidia, por el desánimo o por descubrir que las ideas geniales estaban casi todas cogidas, y, generalmente, ya desde hacía mil años.  Lo que estaba impreso que era, y es o eso creías, la literatura de verdad.

Creo que la literatura está llena de insomnio. O de taquicardias más o menos violentas, quién sabe. Sucede, como en tantas otras cosas, que quieres escribir un final que no sea demasiado final, que no sea tan desangelado como el punto y aparte. Porque, por mucho que los buenos «the end» lleguen casi siempre después del mejor momento -me gusta la anagnórisis, soy una clásica-sientes que dejas huérfano a tu ejército de semánticas narrativas, a todos los cafés y cigarrillos que acompañan parte de la peripecia, a todas esas noches de pensar en algo y en nada, de recomenzar y de transgredir. Puede que sea parte de la receta: dejar sobras y congelarlas, pensar en que todas las historias son una y nada más, que están unidas por una hermandad poco definida, que son autónomas pero mimosas, son hijos de cuarenta años que buscan su antiguo hueco en el sofá familiar o en la comida del domingo.

Pero yo creo que todo esto no es exactamente una clase de retórica. Yo no soy escritora. De lo único que, quizás y solamente quizás, pueda hablar un poco es de lo mucho que se parece todo esto a la vida. A la vida insomne.»

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