Otra forma de felicidad
(La primera parte de esta historia la escribió Fran Lara y se puede leer aquí. Gracias)
Salen del supermercado cargados de bolsas, las llevan al coche y las guardan en el maletero. Al sentarse en el asiento de la conductora, ella se mira furtivamente en el retrovisor, adivinando unas indiscretas raíces negras en el pelo, un mal extendido colorete, unas ojeras ya muy familiares. Después de abrocharse el cinturón, localiza el del copiloto y se lo acerca, nunca lo encuentra, siempre hay que recordarle que tiene que ponérselo. Vive en la luna. Esta mañana no han salido volando de milagro porque él se dejó la cafetera al fuego, empeñado en convertir en escultura contemporánea una pila inmensa de tostadas que pensaba coronar con fresas y nata. Se hartaba de llamarlo al móvil que él jamás entendió, no sabía casi ni descolgarlo, con lo que mucho menos consultar mensajes ni tampoco comprender que el uso de la batería es finito y no recargable solarmente. Olvidaba la cartera, el número secreto del cajero automático, las citas con médicos y con amigos. Tenía miedo a las tormentas y la miraba con carita de Aristogato cuando ella le reprochaba su falta de sentido práctico, el que fuese siempre cantando por la calle, su impulso casi atávico de saltar los charcos y salpicar. Sus intentos de ordenar por colores los libros de la biblioteca («es más fácil recordar una cubierta que un título», decía) y los carteles con dibujos y mensajes por toda la casa. Los bombones bajo la almohada, los besos tibios en la ducha, el calor de un agosto sin salir de la cama y no conocer playa alguna.
Era increíble cómo ella podía pasar de casi esbozar un reproche a saber por qué lo quería tanto. Especialmente cuando, como ahora, miraba de reojo y lo descubría intentando escribir en el vaho de la ventanilla al revés, solamente para que ella pudiese reírse un instante, antes de recomenzar la rutina de pensar en comidas semanales, horarios y planificaciones. Y, sonriendo, puso en la radio del coche el cd que a él sí le hacía siempre reir. Cantando «Mr. Sandman», en una marea de duduás (y quizás de dudas) salieron del aparcamiento, dirección la vida.
El sitio al que hace referencia nuestra anfitriona al comienzo de esta entrada está muerto y enterrado. La primera parte de la historia, con ligeras modificaciones, es esta:
Me dice: “Eres un desastre. No usas reloj y nunca sabes ni la hora ni el día en que vives. Te olvidas del móvil hasta que se te queda sin batería y luego no eres capaz de encontrarlo. No sabes conducir y tengo que llevarte a todos los sitios. Siempre sales a la calle sin dinero en los bolsillos. Ni siquiera sabes cómo poner el despertador”. Luego fija la vista al frente con expresión neutra y yo trato de adivinar si es un reproche, si me lo dice con pena, con admiración o si finalmente la he decepcionado del todo. Al cabo de unos minutos, como un cachorrillo perdido, consigo articular una respuesta: “Déjame. Soy feliz así”. Me vuelve a mirar y me parece adivinar en el borde de sus ojos unas tenues arruguitas que quiero interpretar como una sonrisa. Me dice: “Cariño, has sido así toda la vida. Eres un tipo afortunado”.
Y es infinitamente mejor que el mío.
Tendría yo que tomar mucho colacao cada día para acercarme a lo que usted escribe.
Tomemos Nutella, que nos hace más felices y aprendamos el uno del otro.