Anchoas y Tigretones

Archivo para el día “mayo 1, 2013”

Lectura, erudición (X) : las bibliotecas que nunca tuvimos

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Cosas que pasan en una biblioteca- Ilustración de JimmRugg.com tomada de thisisnthappiness.com)

Yo no sé si se puede hacer un libro de instrucciones de equipajes. Recuerdo a William Hurt en El turista accidental esbozando una arquitectura de la maleta, de los espacios mínimos disponibles, de lo máximo rentable. Cuando una está en un hotel, siempre le apetece arramplar con todos esos botes minúsculos que prometen, bajo la luz de un cuarto de baño inmaculado, una felicidad a escala, un mundo de burbujas exóticas y de aparatejos de medida sofisticación (esas esponjitas para limpiar zapatos en su pequeña caja acartonada o ese kit de emergencia para la costura de botones rebeldes ).  Muchas veces, con el paso de los días, nos abandona el interés por llevárnoslo todo, por conservar esa efímera construcción de lo perfecto con logotipo. Y si algo sobrevive a esta ansiedad bulímica del champú y de los tristes peines de plástico, acaba confinado en un cajón para futuros viajes, para futuros momentos de improvisación, en los que una no acarrea ni conlleva más que sus propias expectativas. Que no es poco.

Dice la lúcida Verónica Lorenzo que construye, con el devenir de los años, una biblioteca que lo es ahora y será futura, ya que es una joven biblioteca para heredar.  Vamos guardando y llenando estanterías con libros deseados, añorados antes de que lleguen a nosotros. Los leemos, algunos salen de casa y  vuelven. Otros, en extraños y necesarios arranques de generosidad, son liberados del escaso orden de las baldas y se van, felices y contentos, emocionados y con un plausible desconcierto, pegados a la gabardina o a la falda del nuevo poseedor. También los hay castigados, sin inaugurar, rebeldes o testigos de un momento en el tiempo y que respiran el propio aire de su discreción. Libros que atraviesan el umbral de casa heridos con la alegría de una dedicatoria, con olores a nuevo y a humedad de tienda de lance y de segunda mano, viajeros desde Cuesta de Moyano y mercadillos en universidades norteamericanas. Pasajeros extraños, habitantes con derecho a pensión completa y música perfecta, eso conformaría un posible guión de  los libros de nuestra vida.  Desde aquella señora Blyton de la que tanto he hablado aquí, pasando por los años airados y veloces de literaturas francesas e italianas, de otras lenguas, de otros planetas literarios hasta esta última dedicatoria que me ha llegado desde Barcelona y que, también a mí, me ha alegrado el día (¡gracias, guapo!).  Todo ese patchwork de colores y formas en papel, de editoriales diversas y reconocidas, son – ¡otra vez Rob Fleming!- casi un paralelo de las bandas sonoras de nuestra vida. Algunos de mis pobres volúmenes están torturados, otros conviven con fotografías y películas en una auténtica pesadilla para Dewey. Pero qué le vamos a hacer, una tiene que tener un punto ácrata en esta pretendida teoría del orden.

Verónica me cuenta que hay algo que su planeta bibliotecario doméstico no refleja y son todos aquellos libros que vivieron como huéspedes pero que habitaban una casa más grande : la biblioteca pública, la muncipal, la universitaria. ¿Qué dirían de nosotros esos historiales de préstamo, qué mujer era yo o qué sentía cuando, por ejemplo, leía a Ian MacEwan o me dejaba llevar fascinada por Roth, Woolf, la señora Munro, Rivas o Bolaño? Autores, todos ellos, que acabaron en mi mundo propio y privado, en estos ya doblados estantes de mi choza, pero que primero fueron préstamos y líneas en un carnet. ¿Tendría mi historial de lectura pública más «guilty pleasures» de los que podría reconocer? Es genial no ser famosa para que todos estos destripes no puedan salir a la luz por mis posibles e improblables hagiógrafos y herederos, ávidos de ponerme a caldo en un suplemento dominical. Volviendo al asunto: ¿Quién se llevaría después de mí alguno de esos volúmenes? Hay algo de desolador al devolver el libro en la biblioteca, algo semejante al «game over» de aquellas maquinitas de marcianos de los años ochenta y en la que tanta pasta me dejé.  «Adiós, querido libro, ahí te quedas en tu soledad de penumbra bibliotecaria, te llevas una parte de mi vida contigo computable, todo se mide en minutos y horas, en sorpresas, lágrimas y cabreos (alguna que otra vez). Te devuelvo a este mostrador como una dama que envía a su vástago a un estricto internado británico, de esos de llevar pajarita en la cena y calcetines de rombos. Es por tu bien, hijo». O bien, como despidiendo a un novio fantástico pero de imposible materialización práctica: «No sos vos, soy yo. Es mejor que conozcamos a más gente. Podemos quedar más adelante, en mí siempre tendrás a una amiga».  O casi mejor, creo que los libros de la biblioteca son como los estudiantes Erasmus que, ajenos a tu vida y costumbres, vienen una temporada a convivir contigo y vuelven a sus propias geografías, felices y distantes, al exotismo de lo diverso que ha sido cotidiano  por un tiempo.

Y no sólo de bibliotecas vive  la mujer lectora : qué sería de nosotros sin todos aquellos que nos llevaron hacia la promiscuidad libresca prestándonos tebeos y volúmenes, alimentando nuestras ganas y ampliándolas, sirviéndonos de tanta ayuda y que formaron, también, parte de las lecturas que custodiamos. Lo que me recomendó tal o cual persona, los gustos de la otra y que yo comparto o aborrezco, todo eso es también parte de la herencia, querida Verónica. Una nube difusa e infinita de pequeños momentos hablando de literatura, de versos, de prosas intensas.  De palimpsestos e hipertextos. De la vida en alfabeto.

Y yo, es cierto, he comenzado este post hablando de maletas y de pequeños botes de gel y colonia fugitivos, de huéspedes fugaces. Son hermosos así, en su pequeña estructura perfecta, en su no quedarse para siempre, en constituir un recuerdo breve y escaso de un hermoso viaje. Como una mirada o el perfume de un transeúnte, eso dejan en nosotros los libros de los otros o los que son de todos, los que viven en esos infinitos depósitos de bibliotecas : una presencia impactante por efímera, siendo ya desde el principio recuerdos de recuerdos de otros, mitad nostalgia y mitad fantasma.  Y a veces, como creo recordar que decía la escritora Virginia, es más difícil matar a un fantasma que a una realidad.

(De lo que pienso de las bibliotecas, de su necesidad y de la construcción de la casa de lectura de todos, hablé aquí)

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