Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “mayo, 2013”

En un cuaderno Moleskine (28) : jugar (y perder) a las casitas.

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«Sufro de angustia en los parques temáticos. Me agrede y desconcierta esa técnica visión de la diversión perfecta. Las risas descontroladas al subir a una montaña rusa y bajar, ese cronómetro de felicidad inversa, programada, que te venden con el ticket: tiene usted tantas horas y  minutos para descerebrarse, para sacar el espíritu del recreo infantil a deshora, aquel que más molaba porque tenía el sabor de una anarquía efímera. En realidad, puro pesimismo adulto, lo que hace salir mi lado más arácnido, también el de erizo o tortuga, es constatar la amenaza del final, de volver derrotada a atravesar una frontera de prosaísmo.  A la vida escracheada de neumáticos gastados, de inevitables desahucios morales, de riesgos sin primas ni padres que los conforten. Es verdad, todo esto ya lo escribí antes. Quizás sea mejor, entonces, refugiarse en un mundo a escala diminuta. La irritante perfección de las casas de muñecas: alfombritas minúsculas, porcelanas imposibles, sábanas impolutas en camas sin habitante. Ser gobernanta de esa ausencia de excesos, de unas habitaciones orquestadas, ser titiritera de una pequeño guiñol.

Una vez construimos una.  Yo prefería que la burbuja de aislamiento fuese bajo la noche, tapados por la manta, gobernando planetas de piel  y ternura. Pero te veía acodado en el borde de lo que era un jardín de tumbonas pequeñitas,  moviendo desde arriba aquellos muebles de  esquinas imposibles, de tapizados que eran un reto al buen gusto. Me mirabas desde allí y me pedías mi parte en el juego, mover por mover, hablarnos desde la distancia que iba de una esquina de la casa a otra, discutiendo por el argumento imposible de una función que no acababa.  Eran las reglas de un juego elaborado a lo largo del tiempo, con altos y bajos, discutiendo por el peso de los actores, deseando mostrar nuestra voz en medio de la función.  Nos escuchábamos alternativamente: tú dabas una línea, yo respondía. Otras veces iniciaba yo el juego, tú seguías mis palabras, alimentabas mis ficciones, nos callábamos a ratos pensando en cómo sería la vida fuera de un escenario protector. «Estamos bien aquí» me dijiste, poniendo una taza de té en la pequeña mesa de la cocina. Yo asentí, y moví el sofá con mi dedo índice, tapando la puerta del salón.  Y te quedaste callado, viendo cómo yo, por primera vez, tomaba parte en el diseño de la casa. «No quiero la puerta cerrada»-me miraste ceñudo- «No lo está- respondí-solamente hay que mover los muebles, nada está tapando a nada». Diste un puñetazo furioso contra las paredes y temblaron sin llegar a venirse abajo. Y en ese momento, en un segundo nada más, me quitaste el carnet de habitante del paraíso. Salí de nuevo a la calle con escraches y desahucios, a la soledad de las líneas inconclusas, a seguir viendo cada vez menos cola en el supermercado, a atender las vidas de los otros.  A estar desprotegida de ficciones cálidas.  Al amargo «the end» que no sabes si es «continuará».

Doy de comer a mis peces. Siguen dando vueltas con sus ojos espantados, con la expresión vacía del que vive tan atónito que es un cruce de borracho y grito de Munch. Y me arrepiento de mantener este parque temático de naturalezas medio vivas, medio muertas. Al menos yo había elegido mi parte de juego. Por lo menos.»

En un cuaderno Moleskine (27) : historias escritas

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Post-it pegado en el cuaderno, en una de las tapas. Esta vez, un párrafo entero, sin ningún tipo de enmienda ni arreglos posteriores:

«El insomnio es una de las mejores escuelas de escritura.  O, tal vez, de las peores: las palabras, que de mañana aparecen tan lisas, tan tersas y diminutas, su negro sobre blanco, tienen por la noche un antojo lejano de armas arrojadizas.  Lo doméstico ha perdido el carácter del ruido, del engranaje de las horas productivas, de todo aquello que burlamos para seguir hacia adelante, las carreras de lo imposible, de lo que nunca llega porque no comienza su fin. Garabatear por la noche, notando las teclas mucho más que dormidas, tiene algo de alquimia exquisita, de acracia y de robo. Me pregunto qué historias comienzan a hilvanarse en un portátil que grita su luz en alguna cocina de algún apartamento. Cambiar la fisonomía y el escenario, eso es.  Recuerdas las primeras líneas sobre una mesa amarilla chillona, los pies colgando de una silla demasiado alta, las ceras Dacs desperdigadas al lado de aquel cestito del pan tan deshecho como las migas que siempre quedaban dentro. Y también cómo pintabas una sonrisa al sol que presidía el dibujo de una casa más alta que los árboles, donde, siempre o casi siempre, había un columpio y una niña con coletas jugando a la cuerda. Y firmabas con orgullo esas historias que siempre eran la misma, y sí, a veces era de noche cuando las dibujabas. O pensabas que era de noche, tan largo había sido el día en sumas y diagramas de Venn, en cambios de cromos («sipi y nopi») y en finales de sopa y Cola-Cao.  Más tarde se hacía de noche sobre los folios desordenados y los miles de rotuladores fluorescentes sobre un tablero comprado a medida, como tantos otros tableros de pisos de estudiante. La diferencia era que, mientras en otras cocinas y dormitorios lejanos ya había quien hilvanaba a golpe de sintaxis impaciente sus primeras historias y conclusiones, tú saltabas de la yod cuarta a un nunca bien trabado cuento  o engendro de relato que fuese que contabas.  Y arrugabas papeles en una bola, y en eso consistía la escritura : en tirar las bolas de papel desde el tablero al suelo, para hacer como efecto de escritor atormentado, eso era escribir y nada más, dejarse llevar por lo que creías que contabas y luego rasgar la hoja, hacer una bola, e intentar encestar entre dos libros en la estantería o en el hueco de una zapatilla, como si le hubiese nacido un muñón cuadriculado por azar y obra de la noche.  Y echarle la culpa a la inspiración o a lo que fuese: es que no me sale.  Y así fue pasando el tiempo, las historias crecían en los momentos más inverosímiles, eran restos de paraguas en una papelera los días de temporal. Ese curioso ejército de esqueletos de paraguas, tan parecidos a las historias que no han llegado a ningún lado, que se abandonan en una especie de vacío creativo donde habita todo aquello de lo que se pudo escribir y que fue vencido por la desidia, por el desánimo o por descubrir que las ideas geniales estaban casi todas cogidas, y, generalmente, ya desde hacía mil años.  Lo que estaba impreso que era, y es o eso creías, la literatura de verdad.

Creo que la literatura está llena de insomnio. O de taquicardias más o menos violentas, quién sabe. Sucede, como en tantas otras cosas, que quieres escribir un final que no sea demasiado final, que no sea tan desangelado como el punto y aparte. Porque, por mucho que los buenos «the end» lleguen casi siempre después del mejor momento -me gusta la anagnórisis, soy una clásica-sientes que dejas huérfano a tu ejército de semánticas narrativas, a todos los cafés y cigarrillos que acompañan parte de la peripecia, a todas esas noches de pensar en algo y en nada, de recomenzar y de transgredir. Puede que sea parte de la receta: dejar sobras y congelarlas, pensar en que todas las historias son una y nada más, que están unidas por una hermandad poco definida, que son autónomas pero mimosas, son hijos de cuarenta años que buscan su antiguo hueco en el sofá familiar o en la comida del domingo.

Pero yo creo que todo esto no es exactamente una clase de retórica. Yo no soy escritora. De lo único que, quizás y solamente quizás, pueda hablar un poco es de lo mucho que se parece todo esto a la vida. A la vida insomne.»

Otra forma de felicidad

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(La primera parte de esta historia la escribió Fran Lara y se puede leer  aquí. Gracias)
Salen del supermercado cargados de bolsas, las llevan al coche y las guardan en el maletero. Al sentarse en el asiento de la conductora, ella se mira furtivamente en el retrovisor, adivinando unas indiscretas raíces negras en el pelo, un mal extendido colorete, unas ojeras ya muy familiares. Después de abrocharse el cinturón, localiza el del copiloto y se lo acerca, nunca lo encuentra, siempre hay que  recordarle que tiene que ponérselo. Vive en la luna. Esta mañana no han salido volando de milagro porque él se dejó la cafetera al fuego, empeñado en convertir en escultura contemporánea una pila inmensa de tostadas que pensaba coronar con fresas y nata. Se hartaba de llamarlo al móvil que él jamás entendió, no sabía casi ni descolgarlo, con lo que mucho menos consultar mensajes ni tampoco comprender que el uso de la batería es finito y no recargable solarmente. Olvidaba la cartera, el número secreto del cajero automático, las citas con médicos y con amigos. Tenía miedo a las tormentas y la miraba con carita de Aristogato cuando ella le reprochaba su falta de sentido práctico, el que fuese siempre cantando por la calle, su impulso casi atávico de saltar los charcos y salpicar.  Sus intentos de ordenar por colores los libros de la biblioteca («es más fácil recordar una cubierta que un título», decía) y los carteles con dibujos y mensajes por toda la casa. Los bombones bajo la almohada, los besos tibios en la ducha, el calor de un agosto sin salir de la cama y no conocer playa alguna.
Era increíble cómo ella podía pasar de casi esbozar un reproche a saber por qué lo quería tanto. Especialmente cuando, como ahora,  miraba de reojo y lo descubría intentando  escribir en el vaho de la ventanilla al revés, solamente para que ella pudiese reírse un instante, antes de recomenzar la rutina de pensar  en comidas semanales, horarios y planificaciones. Y, sonriendo, puso en la radio del coche el cd que a él sí le hacía siempre reir. Cantando «Mr. Sandman», en una marea de duduás (y quizás de dudas) salieron del aparcamiento, dirección la vida.

Lectura, erudición (X) : las bibliotecas que nunca tuvimos

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Cosas que pasan en una biblioteca- Ilustración de JimmRugg.com tomada de thisisnthappiness.com)

Yo no sé si se puede hacer un libro de instrucciones de equipajes. Recuerdo a William Hurt en El turista accidental esbozando una arquitectura de la maleta, de los espacios mínimos disponibles, de lo máximo rentable. Cuando una está en un hotel, siempre le apetece arramplar con todos esos botes minúsculos que prometen, bajo la luz de un cuarto de baño inmaculado, una felicidad a escala, un mundo de burbujas exóticas y de aparatejos de medida sofisticación (esas esponjitas para limpiar zapatos en su pequeña caja acartonada o ese kit de emergencia para la costura de botones rebeldes ).  Muchas veces, con el paso de los días, nos abandona el interés por llevárnoslo todo, por conservar esa efímera construcción de lo perfecto con logotipo. Y si algo sobrevive a esta ansiedad bulímica del champú y de los tristes peines de plástico, acaba confinado en un cajón para futuros viajes, para futuros momentos de improvisación, en los que una no acarrea ni conlleva más que sus propias expectativas. Que no es poco.

Dice la lúcida Verónica Lorenzo que construye, con el devenir de los años, una biblioteca que lo es ahora y será futura, ya que es una joven biblioteca para heredar.  Vamos guardando y llenando estanterías con libros deseados, añorados antes de que lleguen a nosotros. Los leemos, algunos salen de casa y  vuelven. Otros, en extraños y necesarios arranques de generosidad, son liberados del escaso orden de las baldas y se van, felices y contentos, emocionados y con un plausible desconcierto, pegados a la gabardina o a la falda del nuevo poseedor. También los hay castigados, sin inaugurar, rebeldes o testigos de un momento en el tiempo y que respiran el propio aire de su discreción. Libros que atraviesan el umbral de casa heridos con la alegría de una dedicatoria, con olores a nuevo y a humedad de tienda de lance y de segunda mano, viajeros desde Cuesta de Moyano y mercadillos en universidades norteamericanas. Pasajeros extraños, habitantes con derecho a pensión completa y música perfecta, eso conformaría un posible guión de  los libros de nuestra vida.  Desde aquella señora Blyton de la que tanto he hablado aquí, pasando por los años airados y veloces de literaturas francesas e italianas, de otras lenguas, de otros planetas literarios hasta esta última dedicatoria que me ha llegado desde Barcelona y que, también a mí, me ha alegrado el día (¡gracias, guapo!).  Todo ese patchwork de colores y formas en papel, de editoriales diversas y reconocidas, son – ¡otra vez Rob Fleming!- casi un paralelo de las bandas sonoras de nuestra vida. Algunos de mis pobres volúmenes están torturados, otros conviven con fotografías y películas en una auténtica pesadilla para Dewey. Pero qué le vamos a hacer, una tiene que tener un punto ácrata en esta pretendida teoría del orden.

Verónica me cuenta que hay algo que su planeta bibliotecario doméstico no refleja y son todos aquellos libros que vivieron como huéspedes pero que habitaban una casa más grande : la biblioteca pública, la muncipal, la universitaria. ¿Qué dirían de nosotros esos historiales de préstamo, qué mujer era yo o qué sentía cuando, por ejemplo, leía a Ian MacEwan o me dejaba llevar fascinada por Roth, Woolf, la señora Munro, Rivas o Bolaño? Autores, todos ellos, que acabaron en mi mundo propio y privado, en estos ya doblados estantes de mi choza, pero que primero fueron préstamos y líneas en un carnet. ¿Tendría mi historial de lectura pública más «guilty pleasures» de los que podría reconocer? Es genial no ser famosa para que todos estos destripes no puedan salir a la luz por mis posibles e improblables hagiógrafos y herederos, ávidos de ponerme a caldo en un suplemento dominical. Volviendo al asunto: ¿Quién se llevaría después de mí alguno de esos volúmenes? Hay algo de desolador al devolver el libro en la biblioteca, algo semejante al «game over» de aquellas maquinitas de marcianos de los años ochenta y en la que tanta pasta me dejé.  «Adiós, querido libro, ahí te quedas en tu soledad de penumbra bibliotecaria, te llevas una parte de mi vida contigo computable, todo se mide en minutos y horas, en sorpresas, lágrimas y cabreos (alguna que otra vez). Te devuelvo a este mostrador como una dama que envía a su vástago a un estricto internado británico, de esos de llevar pajarita en la cena y calcetines de rombos. Es por tu bien, hijo». O bien, como despidiendo a un novio fantástico pero de imposible materialización práctica: «No sos vos, soy yo. Es mejor que conozcamos a más gente. Podemos quedar más adelante, en mí siempre tendrás a una amiga».  O casi mejor, creo que los libros de la biblioteca son como los estudiantes Erasmus que, ajenos a tu vida y costumbres, vienen una temporada a convivir contigo y vuelven a sus propias geografías, felices y distantes, al exotismo de lo diverso que ha sido cotidiano  por un tiempo.

Y no sólo de bibliotecas vive  la mujer lectora : qué sería de nosotros sin todos aquellos que nos llevaron hacia la promiscuidad libresca prestándonos tebeos y volúmenes, alimentando nuestras ganas y ampliándolas, sirviéndonos de tanta ayuda y que formaron, también, parte de las lecturas que custodiamos. Lo que me recomendó tal o cual persona, los gustos de la otra y que yo comparto o aborrezco, todo eso es también parte de la herencia, querida Verónica. Una nube difusa e infinita de pequeños momentos hablando de literatura, de versos, de prosas intensas.  De palimpsestos e hipertextos. De la vida en alfabeto.

Y yo, es cierto, he comenzado este post hablando de maletas y de pequeños botes de gel y colonia fugitivos, de huéspedes fugaces. Son hermosos así, en su pequeña estructura perfecta, en su no quedarse para siempre, en constituir un recuerdo breve y escaso de un hermoso viaje. Como una mirada o el perfume de un transeúnte, eso dejan en nosotros los libros de los otros o los que son de todos, los que viven en esos infinitos depósitos de bibliotecas : una presencia impactante por efímera, siendo ya desde el principio recuerdos de recuerdos de otros, mitad nostalgia y mitad fantasma.  Y a veces, como creo recordar que decía la escritora Virginia, es más difícil matar a un fantasma que a una realidad.

(De lo que pienso de las bibliotecas, de su necesidad y de la construcción de la casa de lectura de todos, hablé aquí)

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