Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “marzo, 2013”

Domingo entre domingos

Reading, vintage

Si te gusta emborronar papeles y paredes, no suelen gustarte los domingos. Si acampas entre las líneas que escoge alguien- pretendiendo quedarte- el domingo es la comida a deshora, el paquete de pasteles atados con un hilito verde después de misa, la quintaesencia de lo provinciano. Es lo rutinario sin ruido, es todo lo que cuando aún tenías impaciencia juvenil pensabas que terminaba así, rápidamente, al apagar más velas de las que caben en una tarta mediana. El domingo es el día sin tiendas, el paseo del horario interrumpido de un eterno estudiante, es un paisaje de posguerra y gabardinas. Es también un cine un poco triste, la película que vas a ver para olvidar que es, precisamente, domingo, y que te carga finalmente de mayor spleen imposible al salir y ver que sí, que nace la angustia del lunes anidada en un día que no se disfruta. Los domingos no tienen estilo de por sí, no molan. No tiene la audacia infinita del lunes, el alcanzar esa genial colina de la hamburguesa que se perfila en el miércoles, tampoco es la promesa del Friday Im in love, que cantamos a veces poniéndonos pesadas. Es un día que está porque tiene que estar. Despojado de su lozanía, es un día para casa y conflictos, para discutir en plan matrimonio de Bergman, para comer pizza congelada sin peinar después de noches de resacas, es día de despertarse lejos y tarde. No sé si queda claro: el domingo me descorazona y me llena de angustias infinitas ¿por qué no ha sucedido esto en el fin de semana? ¿por qué se me han quedado en el tintero, o lo que es peor, en las ganas, tanta piel lejana? En el domingo es cuando me veo más gastados los bolsillos por dentro y por fuera, cuando pierdo por completo la fe-qué paradoja tan poco dominical-en los futuros ya de por sí improbables. El domingo es una mala y clásica madrastra. Me lo espero al abrir la puerta, con su bata de boatiné y su rodillo de amasar, dándome alaridos con un fondo de la Cena recalentada de Golpes Bajos.

Y luego te reconcilias con el domingo. Porque empieza a ser un día que le has ganado al tiempo acelerado de la semana. Y en el que hay rutinas que adoras. A lo mejor porque el lunes tienes a dónde ir y también a dónde volver. A pesar de que el tiempo devore esa tarde que se promete siempre infinita y que es como las tallas de las tiendas de adolescentes: siempre más corto que en la percha. Hoy es Domingo de Ramos, ese domingo entre domingos. Ya no estreno un vestido bordado por mi abuela, ya no voy a que bendigan el ramo que compraba mi madre. Casi no veo niños por la calle-ya no hay domingos endomingados, solamente tiendas que abren veintimiles horas, precisamente, para conjurar ese séptimo día de finiquitos-que no vayan a otorgar a este día otro conjuro para evitarse a sí mismos.

Y me acuerdo del mejor cuento de Domingo de Ramos que he leído nunca; es más, uno de los cuentos más trágicamente hermosos del mundo : «El amigo» de Ana María Matute. Y lo encuentro en casa de mis padres, en aquella colección entre amarilla y naranja de RTVE que poblaba las estanterías de mi casa y las de mis amigos hace ya un millón de años (donde leí también lo tenebroso del asunto de Balzac y la gozaba con las láminas de obras maestras de la pintura).  La trágica belleza dominical de la prosa de la señora Matute :esos niños solitarios, con los que tanto tenías en común aunque fueses de pandillas y juegos gregarios.  Niños que trasladan ese mundo adulto a una escala razonable, tiernos y crueles, absurdos y surreales por momentos, tan parte de ti como la infancia que arrastras. Niños en domingo, creo que no puede existir algo más melancólico.

En un cuaderno Moleskine (25): en el crudo invierno

paininmyheart-lonelyplanetgirl

Pain in my heart by lonelyplanetgirl.deviantart.com

En la agenda del 2013, al principio, en ese lugar reservado para las vacunas y las recetas, leo:

«Despreciábamos el invierno. Sí, y no porque no nos gustase caminar bajo una lluvia persistente, con el viento de cara, saltando de charco en charco y tirando porque nos tocaba. Despreciábamos el invierno por todo aquello que tenía de bagaje íntimo y absurdo, de equipaje sentimental, tan de Chopin en Mallorca, tan de lugares sin mapas ni herramientas. Despreciábamos el invierno porque no nos permitía tender puentes sobre ríos helados, aquellos que veíamos en el cine y que, un buen día de sinceridades y taquicardias, decidimos despejar para siempre. Tú habías construido tu fuerte de Comansi a un lado, te vestías de vaquero con chapa de sheriff y pistolas. Yo te daba la espalda como todas aquellas reinas altivas y fuertes a las que nunca encerraría un Barba Azul.  Entre castillos y fuertes, negando la cercanía y observándonos de refilón, pasamos el primer invierno. Despreciándolo : el desorden orgánico es el del verano, es la anarquía infinita que preludia el orden de cajones en septiembre, las novedades y los horarios. No era el caso. Yo quería escurrirme entre aquellas líneas que escribías sin parar, las que te venían a la cabeza -como contabas en esas largas cartas, entregadas y displicentes que tenías a bien dirigirme- en cualquier momento y sin buscarlas: llevabas una chistera llena de historias, las guardabas, me contabas un poco, yo me moría de envidia. Quería poder inventar todo, mirar la nieve derritiéndose sobre el puente, así, en el invierno y comerme a bocados la narrativa, ser capaz de dibujar tantos mundos que no me cupiesen los planetas, saber que eran empíricos y absolutos, únicos y plurales, de ti y de mí. Mucho tiempo después, casi en verano, tú me confesabas las ganas que tenías de mudarte a mis sílabas, de hacerme muchas trampas al Scrabble, de, quizás, comer una y contar veinte, o al revés ; que los factores y productos nos importaron siempre poco, nosotros tan de palabras y versos, tan de la literaria música de Philip Larkin.  Y enredándonos en líneas infinitas fuimos dejando pasar las estaciones, oscilando entre avanzar y replegarnos, queriendo tener más cuanto menos podíamos darnos. Yo, que te exigía tanto. Tú, que no soltabas lastre. Yo, que te echaba de menos, aún antes de aprenderte. Tú, que me dabas todo lo que no veía. Nosotros, que podíamos dibujarnos de memoria y con ojos cerrados, tanto era lo que teníamos, tan vacíos los bolsillos del futuro.

Mucho antes de atravesar el umbral la casa ya era tuya. Yo ya estaba en los recuerdos de lo que no había sucedido. Tú también, saltando entre pluscuamperfectos e hipótesis. Cuando intercambiamos miradas partíamos ya de unas tablas previas a la partida. Para qué negarse. Para qué huirse si te enredabas en las ganas de todo y yo en las de nada. Apartando el realismo, los tableros, las fichas y las posibilidades de jugadas, decidimos quedarnos el uno en el otro. Y que la nieve, lejos, cerca, o donde quisiera quedarse, hiciese de su vida lo que le diese la gana. Y nos gustó el chapuzón inmediato en la primera piscina del verano.»

Idas y vueltas

MAPA-LEON-SIMINIANI

A veces, alguien quiere diluirse, comenzar un viaje en el que perder la sombra como Peter Schemill ; abrazar un vacío, extremar lo confuso para entender las cosas.  El caos organiza y puede ser un punto de partida : tirar cimientos o, al menos, hacerlos temblar. Quizás si pudiésemos llegar desde aquí al infinito, nos ahorraríamos todos los procesos de metamorfosis y cambio que conforman, a golpe de medalla y cicatriz, lo que realmente somos.  Y, crear, así ,nuestros propios catálogos de mitos y anhelos: empezaremos a ser cuando nos desprendamos de las posibilidades de nosotros mismos que vamos construyendo. Seremos nosotros cuando tengamos unos cuantos «yos ex-futuros» que llevarnos a la boca o a la vida. Elegir, qué difícil. Asomarse a una encrucijada es asumir la belleza vertiginosa del laberinto, de ese lugar ilimitado. Y acertar al escoger.

Elegir viene, a veces, porque hay una despedida, un carpetazo previo. Hay una suerte de rito iniciático para conmemorar todo aquello  que se culmina. Siempre me han gustado las películas del día antes de marcharse, desde American graffiti hasta The last picture show, incluso, si me pongo ya estupenda Less than zero.  Ya no somos niños, dejamos el nido, dejamos de ser gregarios, de ser una pieza de un puzzle protector. Tú a un lado y yo al otro. Y pensar, casi, que estamos jugando a algo que permitirá en unos años regresar y que nos contemos las batallitas, las aventuras, que hagamos la fiesta de pijamas de la edad adulta ahora que somos eso, adultos de juguete. Mejor no saber que alguno de nosotros no volverá, mejor no saber en qué se ha convertido para cada uno de nosotros el destino, mejor seguir pensando que este recreo individual dura eternamente y no tenemos que rendir cuentas  a la pandilla. Por eso también me gustan las películas de reencuentro  desde Los amigos de Peter hasta Beautiful girls: los que se quedan y sueñan con el velado glamour de una partida. Los que se han ido y vuelven para ser recibidos como una suerte de héroes locales, aunque esa realidad, alejada y desconocida para los viejos amigos, sea tan de pintada y bloque de apartamentos, tan de soledad y estigma de fracaso como los oxidados carteles de las carreteras ya no secundarias, las de segunda división. Esas que solamente te llevan a  tu pueblo cuando vuelves siendo el antiindiano.

Y entonces ves una película en la que la partida, el viaje, es parte ya la ausencia . Veo Mapa de León Siminaini y contemplo un diario de la melancolía, es más, del proceso por el que se restaura la melancolía.  Un tejido bien trabado de un viaje que quisiéramos infinito y en la que lo primero que metemos en la maleta es la nostalgia. Y hablo en plural porque es imposible no sentirse el que lleva la cámara,sea Siminiani, sea el narrador tras el que parece esconderse en ocasiones. Este poema visual, intimista e irónico, despojado de pretensión pero con una hondura sentimental encomiable, te demuestra que a veces hay que irse para encontrar lo que has perdido, o no sabías que necesitabas, debajo de la cama, allá, en tu casa, en tu país. No sé si es un testimonio pese a suceder en época de análisis, de profetas, de testaferros. Está la India y está el 15M. Santander y Madrid.  El centro y la periferia. Pero sobre todo está el amor, el autor, y muy profundamente, la vida.  Mapa es un poema animado de lo inmediato, una película de mayúsculas y minúsculas que sitúa la grandeza en lo cotidiano, en los sentimientos que reconocen todos los espectadores, en lo doméstico y en lo universal. Una cámara que es ya una parte de ti, una voluntad de contar lo que sucede y la tentación de caer en ese testimonio que casi no lo es, es tuyo y de otros. Lo obvio, lo reconocible y familiar emerge en un mar de dignidad completa. Y todo con una sencillez desarmante: una niña bañándose en un río, las pintadas de la calle, las estanterías de tu casa y tus libros de viajes. Sencillez que que viene de la mano de unas canciones que van enlazándose con otras, de Matthew Sweet a Etta James, conformando otro nivel de discurso. Pero no teman, no hay semiología: hay esa íntima e inconfesable reivindicación de casi todos nosotros de tener una banda sonora propia, de enumerar las canciones que te ponen las pilas, que son un implacable ruido de fondo para llorar a gusto, las que te hacen dar alaridos y comportarte como una descerebrada camino al trabajo, las que son como tu firma. Rob Fleming lo sabía muy bien y en High fidelity   una de sus listas era Música para poner en mi funeral. La música en Mapa es también parte de ese legado que construimos a base de escuchas de discos, de recomendaciones, de trenzar letras y momentos. De vivir.

Y por seguir con alguna referencia a Nick Hornby habría que decir que, aparentemente, todo esto sucede por una chica.  Desde luego, las hay con suerte.

Película: Mapa de León Siminiani

Música: Hay que escuchar esto, claro

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