Domingo entre domingos
Si te gusta emborronar papeles y paredes, no suelen gustarte los domingos. Si acampas entre las líneas que escoge alguien- pretendiendo quedarte- el domingo es la comida a deshora, el paquete de pasteles atados con un hilito verde después de misa, la quintaesencia de lo provinciano. Es lo rutinario sin ruido, es todo lo que cuando aún tenías impaciencia juvenil pensabas que terminaba así, rápidamente, al apagar más velas de las que caben en una tarta mediana. El domingo es el día sin tiendas, el paseo del horario interrumpido de un eterno estudiante, es un paisaje de posguerra y gabardinas. Es también un cine un poco triste, la película que vas a ver para olvidar que es, precisamente, domingo, y que te carga finalmente de mayor spleen imposible al salir y ver que sí, que nace la angustia del lunes anidada en un día que no se disfruta. Los domingos no tienen estilo de por sí, no molan. No tiene la audacia infinita del lunes, el alcanzar esa genial colina de la hamburguesa que se perfila en el miércoles, tampoco es la promesa del Friday Im in love, que cantamos a veces poniéndonos pesadas. Es un día que está porque tiene que estar. Despojado de su lozanía, es un día para casa y conflictos, para discutir en plan matrimonio de Bergman, para comer pizza congelada sin peinar después de noches de resacas, es día de despertarse lejos y tarde. No sé si queda claro: el domingo me descorazona y me llena de angustias infinitas ¿por qué no ha sucedido esto en el fin de semana? ¿por qué se me han quedado en el tintero, o lo que es peor, en las ganas, tanta piel lejana? En el domingo es cuando me veo más gastados los bolsillos por dentro y por fuera, cuando pierdo por completo la fe-qué paradoja tan poco dominical-en los futuros ya de por sí improbables. El domingo es una mala y clásica madrastra. Me lo espero al abrir la puerta, con su bata de boatiné y su rodillo de amasar, dándome alaridos con un fondo de la Cena recalentada de Golpes Bajos.
Y luego te reconcilias con el domingo. Porque empieza a ser un día que le has ganado al tiempo acelerado de la semana. Y en el que hay rutinas que adoras. A lo mejor porque el lunes tienes a dónde ir y también a dónde volver. A pesar de que el tiempo devore esa tarde que se promete siempre infinita y que es como las tallas de las tiendas de adolescentes: siempre más corto que en la percha. Hoy es Domingo de Ramos, ese domingo entre domingos. Ya no estreno un vestido bordado por mi abuela, ya no voy a que bendigan el ramo que compraba mi madre. Casi no veo niños por la calle-ya no hay domingos endomingados, solamente tiendas que abren veintimiles horas, precisamente, para conjurar ese séptimo día de finiquitos-que no vayan a otorgar a este día otro conjuro para evitarse a sí mismos.
Y me acuerdo del mejor cuento de Domingo de Ramos que he leído nunca; es más, uno de los cuentos más trágicamente hermosos del mundo : «El amigo» de Ana María Matute. Y lo encuentro en casa de mis padres, en aquella colección entre amarilla y naranja de RTVE que poblaba las estanterías de mi casa y las de mis amigos hace ya un millón de años (donde leí también lo tenebroso del asunto de Balzac y la gozaba con las láminas de obras maestras de la pintura). La trágica belleza dominical de la prosa de la señora Matute :esos niños solitarios, con los que tanto tenías en común aunque fueses de pandillas y juegos gregarios. Niños que trasladan ese mundo adulto a una escala razonable, tiernos y crueles, absurdos y surreales por momentos, tan parte de ti como la infancia que arrastras. Niños en domingo, creo que no puede existir algo más melancólico.