A beneficio de aniversario
Imagen tomada de chronicallyvintage.com
Esto es así y ya me gustaría a mí que fuese de otra manera. Una se pone delante de la pantalla, hace sus cábalas e incluso sus esquemas, sus pequeñas ideas de por dónde van las líneas. Pero esto de los post es lo que tiene: uno es dueño solamente de un alfabeto encerrado en un teclado, idéntico a tantos alfabetos y a tantos otros teclados, de colores y texturas diferentes, pero teclados al fin y al cabo. Con una convención en el orden, con sus asdfg y sus ñlkjh, aquellas letanías mecanográficas que tanto me costaban aprender en una academia que olía a lejía y a laca de señoras. Me enseñaron y me obligaron a practicar aquella extraña armonía de las teclas, decidiendo que cada una tenía asignado un dedo, que había que mirar a la muestra y no al carro, y que había unos ejercicios histéricos y nerviosos que la profesora llamaba pomposamente «coger velocidad». Aquello no era otra cosa que escribir de carrerilla, a lo burro, algo muy dadaísta y de ready made. Claro que allí se le daba un contexto numérico que hacía que por medio de fórmulas mágicas semanalmente supiésemos si avanzábamos o no, conforme a un esquema que iba registrando la cantidad de los tecleos y de los golpes furiosos por minuto : cuánto más, mejor. Aquello era avanzar. Qué metafórico.
Hoy he estado leyendo muy de refilón cuestiones sobre la autobiografía. Para mí, la única forma válida es la que enfrenta la impostura al plagio, aquella que se permite jugar con cierta desmemoria,la que se permite el lujazo de asumir sus palinodias. Como Lázaro de Tormes o Simone Signoret. Como las cartas de Sylvia Plath o ese amigo Manso que, simplemente, no existe. Personajes o personas, ya son todos un batiburrillo de teclado, de letras y literatura. La memoria tiene que traicionar siempre, ha de lucir el intenso maquillaje de un mal disfraz de Carnaval. Vivir no es un libro de registro de circunstancias: los recuerdos que más nos hielan son aquellos que se fijan en el vaho de los cristales del tren. Tenemos que escribir el «tonto el que lo lea» al revés para que quien está en el andén pendiente de la partida pueda leerlo con todas las de la ley. Y se sorprenda, entienda o no, una broma que algún escritor suicida calificó como infinita.
A mí, repito, me gustaría que me hubiesen enseñado todo eso en la academia de escaleras de madera que olía a lejía y laca. Que no hubiesen insistido solamente en el orden- y no concierto- de las teclas . Me habría gustado que me obligasen a mirar, a ver cómo podían alinearse y construir verdades y mentiras, ficciones y pies de foto, haikus y estrategias de renuncia. O quizás hicieron lo que mejor sabían hacer sin gramática ni retórica : darme las fichas del parchís, explicar que había que coger velocidad para que yo luego saliese a fumar si quería, ayudarme a colocar papeles en blanco. El resto, es carne de blog y de futuras historias.
Hoy, no lo he contado, es mi cumpleaños.