Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “febrero, 2013”

A beneficio de aniversario

february

Imagen tomada de chronicallyvintage.com

Esto es así y ya me gustaría a mí que fuese de otra manera. Una se pone delante de la pantalla, hace sus cábalas e incluso sus esquemas, sus pequeñas ideas de por dónde van las líneas. Pero esto de los post es lo que tiene: uno es dueño solamente de un alfabeto encerrado en un teclado, idéntico a tantos alfabetos y a tantos otros teclados, de colores y texturas diferentes, pero teclados al fin y al cabo. Con  una convención en el orden, con sus asdfg y sus ñlkjh, aquellas letanías mecanográficas que tanto me costaban aprender en una academia que olía a lejía y a laca de señoras.  Me enseñaron y me obligaron a practicar aquella extraña armonía de las teclas, decidiendo que cada una tenía asignado un dedo, que había que mirar a la muestra y no al carro, y que había unos ejercicios histéricos y nerviosos que la profesora llamaba pomposamente «coger velocidad».  Aquello no era otra cosa que escribir de carrerilla, a lo burro, algo muy dadaísta y de ready made. Claro que allí  se le daba un contexto numérico  que hacía que por medio de fórmulas mágicas semanalmente supiésemos si avanzábamos o no, conforme a un esquema que iba registrando la cantidad de los tecleos y  de los golpes furiosos por minuto : cuánto más, mejor. Aquello era avanzar. Qué metafórico.

Hoy he estado leyendo muy de refilón cuestiones sobre la autobiografía. Para mí, la única forma válida es la que enfrenta la impostura al plagio, aquella que se permite jugar con cierta desmemoria,la que se permite el lujazo de asumir sus palinodias. Como Lázaro de Tormes o Simone Signoret. Como las cartas de Sylvia Plath o ese amigo Manso que, simplemente, no existe. Personajes o personas, ya son todos un batiburrillo de teclado, de letras y literatura. La memoria tiene que traicionar siempre, ha de lucir el intenso maquillaje de un mal disfraz de Carnaval. Vivir no es un libro de registro de circunstancias: los recuerdos que más nos hielan son aquellos que se fijan en el vaho de los cristales del tren.  Tenemos que escribir el «tonto el que lo lea» al revés para que quien está en el andén pendiente de la partida pueda leerlo con todas las de la ley.  Y se sorprenda, entienda o no, una broma que algún escritor suicida calificó como infinita.

A mí, repito, me gustaría que me hubiesen enseñado todo eso en la academia de escaleras de madera que olía a lejía y laca. Que no hubiesen insistido solamente en el orden- y no concierto- de las teclas . Me habría gustado que me obligasen a mirar, a ver cómo podían alinearse y construir verdades y mentiras, ficciones y pies de foto, haikus y estrategias de renuncia. O quizás hicieron lo que mejor sabían hacer sin gramática ni retórica : darme las fichas del parchís, explicar que había que coger velocidad para que yo luego saliese a fumar si quería, ayudarme a  colocar papeles en blanco. El resto, es carne de blog y de futuras historias.

Hoy, no lo he contado, es mi cumpleaños.

Otras vidas

london

Woman on the street

Imagen tomada de http://www.creativereview.co.uk/

Hablar de las vidas de los otros es entretener las esperas, hacer literatura.  La idea que acaricias,  cuando haces una maleta, de que llevarás un libro y leerás en la estación, concentrada y entretenida,  que es algo factible.  Luego siempre, y digo bien, siempre, lo que araña más las memorias es todo lo externo a esas páginas.  Tuvimos una vez, hace mucho tiempo, un juego genial que compartíamos con la mitad de la Humanidad aunque para ti y para mí éramos solamente nosotros: inventarse vidas.  La mujer que llevaba bolsas de un supermercado vasco y que, sabíamos, nos constaba, que tenía un mundo paralelo de corcheas y pentagramas, anidado en su ficticia vida de violonchelista rusa. También nos hacía gracia aquel profesor al que inventamos una anodina vida en Frankfurt de vendedor de salchichas, con su bata blanca, sus números anotados en un pulcro cuaderno en el bolsillo, su sonrisa de subir verja por la mañana y el buen oído del que escucha el caer de las monedas en la caja registradora.  O aquel físico insigne al que dotamos de una beca de gimnasia en un soleado campus californiano donde se reveló como un genio matemático, no sin antes superar los problemas de una infancia desestructurada en un pueblo impronunciable de Ohio. Todo era siempre muy de la vida de los otros, la curiosidad de las mujeres de Barba Azul y de Lot, los lienzos en blanco de esas biografías tan olvidadas como olvidables.  Y yo subrayo aquellas líneas de Paul de Man en las que hablaba de la desfiguración de la autobiografía, las subrayo sabiendo que ya las he subrayado antes, en otra vida de capítulo lejano. Cuando los días, o eso creo, no se plagiaban entre sí.

Sería cojonudo un granhermanismo que nos permitiese enarbolar esas biografías y ponernos ahí, en esa piel, en esa tesitura, aún sabiendo que el desdoblamiento es parte simplemente de una ficción.  Lo sé: la decepción ante las vidas idealizadas es la misma que sentía la protagonista de «La rosa púrpura de El Cairo» ante el champán que no era más que gaseosa, con un galán que llevaba dinero de mentira.  Aún así, el instinto del actor, la avidez por carnavalear y dotarnos de capacidad de juego es superior a todo. Querer ser otros da vértigo, la remota posibilidad de serlo es un absoluto flipe.

Pero este  poder ser los otros implica también una ruleta de que no te toque lo que más mola, es darse la vuelta y pasearse por donde el carnaval es un día más sin nada más. Es posible que seamos incapaces de agotar el desconcierto, el asombro, de domar y meter bajo la mesa camilla la indignación.  En esta carrera enloquecida de disparates, todo está más que paseado por los espejos del callejón del Gato, superando el concepto de esperpento. No es posible hacer una crónica del dolor del día a día, de la tristeza y el desamparo. Porque se superan, sin más, como las hojas del calendario, como los meses de los cursos que parecían eternos, como los cuadernos que comienzas tan inmaculados e inertes, tan ajenos aún a la realidad cotidiana. Decía una amiga hace muy poco que estrenar un cuaderno era un acto de ruptura pudorosa, de sentir miedo por no saber si lo que escribimos estará a la altura de esa pulcritud del principio. Yo, que soy tan coleccionista de cuadernos como de frases ajenas, me pregunto si realmente tendremos ese mismo sentimento sobre esta rota cotidianidad más adelante, cuando acabemos o nos acaben nuestro cuaderno del 2013.  Si seremos capaces de ponernos, de una vez por todas, en esa vida de los otros los que aún nos hemos zafado de la bestia, los que hemos, por ahora, resistido ese embestir  de lo terrible, los que aún vemos detrás de las cortinas cómo se llevan a los demás, cómo ya no nos queda nada en los bolsillos y parecía increíble porque éramos príncipes de Maine y reyes de Nueva Inglaterra. Eramos todo y no éramos nada.

Y mientras estas líneas salen de un teclado, escucho que una pareja de ancianos se ha suicidado justo antes de que los desahuciasen. Y yo me pregunto si la historia futura no nos desahuciará a nosotros que, tan tibios y blandos, consentimos compartir la merienda con el horror. O si  se acabará la anestesia de la media queja, del comentario en el bar o en el descanso del trabajo.  Porque este horror implacable y vacío es nuestro. No es una vida fingida. Es, quizás, lo que te espera y ya está llegando.

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