Un hombre, una mujer
Un día de 1966, una joven pareja de novios va al cine. Una ciudad de provincias como era aquella, como es esta ciudad de provincias, no ofrecería mucho más. Pero existía el cine. Y tampoco la chica era Anouk Aimée ni el chico era Jean-Louis Trintignant. Eran, simplemente, como en el título de aquella pelicula de un domingo con forro de gabardina, un hombre y una mujer. Y, como en todas las sesiones de cines provincianos- o quizás así soñemos las tardes -con más vaho en el cristal y más equipaje de melancolía. Aquella pareja jovencita fue subiendo peldaños en la estudiada estructura de la vida, se casan, tienen hijos. Y estos crecen navegando por las mitologías propias de los padres: sus músicas, sus libros, sus películas. Yo crecí pensando que mis padres eran la Aimée y Trintignant. Es más, durante mucho tiempo pensé que era altamente posible que sólo hubiesen visto esa película, tantas eran las referencias a ella. Y el momento cumbre en la recreación era cuando cantaban a coro «la canción de la película» (dabada dabada dababa) Y a mí me daba un poco de vergüenza que mis padres se mirasen así.
Casi un millón de años después, otra mujer va al cine a ver, enjuto, canoso y elegante, a Trintignant. Y ve también una película que es, casi también, una metáfora perfecta del invierno. Ese invierno desalmado en un apartamento de París, con techos altos, migas en el mantel de la cocina y tanta cotidianidad para repartir. Tantos desayunos a lo largo del tiempo, tantas botellas de vino, la misma ventana de cielos grises y una intensa sofisticación en la música. Y ese pasillo que ha contenido tantos pasos, ligeros y cansinos, con un armario de zapatos perfectamente emparejados. Y, de repente, la progresiva soledad, la impotencia, el miedo, la enfermedad. Y notar cómo flaquean los bastiones de la vida, esa compañera que ya estaba adornada de arrugas y canas y que ahora está perdida en su propia memoria. Desvalida y a punto de ser despojada de su humanidad. Ella, a la que alimentas como un bebé, a la que defiendes de cualquiera que quiera agredirla aprovechándose de su condición de muñeca grande. A la que atiendes con voluntad, esa línea difusa entre ternura y devoción. Y que, como niña, quieres reprender y te rompe los nervios con su tozudez. Esa niña, esa mujer, a la que has de dotar, cada día y en función del amor, de su necesario ropaje de dignidad.
Porque eso, al menos para mí, es «Amor» de Haneke : la búsqueda de la dignidad en lo extremo. El amor, si es que existió, dando paso a la camaradería primero, al compromiso después, convirtiéndose al final en sacrificio. Una película en la que importan tanto como el doloroso tedio del cuidado a una enferma, las elipsis y los silencios: la ausente frialdad de la hija, algunos datos del pasado que revelan infelicidad, la impotencia ante aquellos que abusan de lo vulnerable. Me da pudor hablar de Haneke, es un mundo dentro de un millón de mundos. Recuerdo a quien se cogió de la mano de alguien en el cine viendo esta película y caminó luego pesadamente hasta la salida, encorvado él, ella cojeando. También tengo guardado el silencio como losa cuando veía, al final, los títulos de crédito. Puedes morir de tristeza viendo esta película. Y puedes, también, asirte a una forma vaga de esperanza, desencajada y abierta, de que existen formas de amar que superan tanto el tiempo…incluso cuando no se han dicho en voz alta nunca.
Y ya no te da vergüenza, de ningún modo, que tus padres se miren así.
Ficha de Amour
Y la canción de Un homme et une femme
¡Oh!
¡Madre mía! ¿Hace frío aquí o este escalofrío se debe a esta entrada?
A min abráiame da cantidade de relacións das que vimos, coas súas luces, as súas sombras e as propias relacións entre luces e sombras.
O cine e a literatura están para que as descubramos.
Bicos
Coincidimos princesa, da pudor mirar a Hanecke a los ojos, pero a mi me gusta, incluso cuando me insulta por tener el cuajo de ir a ver sus películas, eso es lo que más me gusta de él, lo visceralmente pegado que está al riesgo, si, si, todo lo que dices, la dignidad, el amor, los silencios, la infelicidad, las migaja….dios…las migajas que nos quedan ¡que poco respeto nos infunden cuando son el único alimento de una edad eterna!…yo me identifico con la paloma, espero no acabar igual, aunque puedo afrontar la irremediabilidad del conocimiento, ¡que remedio!, pero con M.H. se lleva mejor, con arte…sobre la hija…buf!…no podía H., no tenía tiempo para ella, pero dejó el papel perfiladísimo, muy complicado, un quiero y no puedo, un no quiero aunque puedo, y luego ¿debo?….en fin, completamente inolvidable! Felicidades, como siempre, a tu Musa…(cuando quieras te deshago esos nudos del pelo ¿vales?)
que maravilla
Mil cariños, Tony.