Restaurar
Imagen tomada de Pinterest
Las cajas de mudanzas son los espacios más invadidos por los sinónimos de lo posible. A mí, que lo que más me gusta de la física, además de Sheldon Cooper y de que sea un placer, es la historia del gato de Schrödinger (estará vivo, muerto o de parranda dentro de su caja); la ceremonia de subir al trastero y ver apiladas cajas con restos de naufragios no me produce ni un ápice de melancolía dominguera. O sí, pero de cualquier modo, siempre conjuro mi mala memoria y espero que aparezcan, más que malos recuerdos, algunos futuros en forma de jeroglífico. A la hora de la verdad, mi vida es mucho más prosaica y de ciudad dormitorio : las cajas no contienen esa música que suponemos propia de los regalos de Reyes ni tampoco claves fantásticas para hackearte los pasados o las cuentas corrientes de otros. No hay milagros, hay historias. Y aunque guarde los adornos del árbol de Navidad y alguna ropa que no me pongo, creo que prefiero aguardar siempre tener un Stendhalazo que una mala constatación de que todo es síndrome de Diógenes y nada más. Cierras esa puerta que, entonces, huele más a humedad y soledad que nunca y vuelves a tu espacio afable, en el que sí eres capaz de domesticar tu memoria. Schrödinger : en los trasteros todo está empaquetado e, incluso, etiquetado por fuera. Generalmente hay un gato. Que lo sepas.
Es curiosa esa capacidad de autocensura que desarrollamos sobre las colecciones de todo aquello que no queremos ver. Lanzar a ese ángulo oscuro (de su dueña tal vez olvidados) los analógicos álbumes de fotos, cuadernos de proyectos y mentiras, un collar que pudo haber sido comprado y regalado en un viaje de los de pasaporte y bufandas de lana, los tontos peluches de la tonta (o cándida) adolescencia, el diccionario que necesitabas para aquella casa en Holanda. No los veo, no existen.
Leo la tierna, divertida y, por veces, amarga Casi amor de Ugo Cornia. Me encantan los tratados de no aprendizaje de decepciones : de saber viajar por los amores constantando que todos son definitivos y únicos, aún cuando lo narres desde la ironía más dulce y el sarcasmo más reconfortante. No ser consciente, porque en eso reside el enamoramiento, en no ser consciente, de que todo lo que compartes son pompas de jabón plausibles e infinitas : la gracia de lo efímero. Tentaciones de oxímoron aparte, no voy a seguir cantándoles o contándoles las excelencias o no de una novela : me encantaría ser reseñista o reseñadora profesional, pero no me llaman. Lo que sí puedo llamar es la atención sobre un concepto que aparece en Casi amor . El narrador alude a la necesidad de «restaurar espacios». Es decir, que todos aquellos lugares físicos, de rutina absolutamente excepcional porque están teñidos del color del enamoramiento, sean, de nuevo, transitables, casi anodinos, inofensivos, lelos. Despojarlos de esa condición de «término marcado»y regresen a esa naturaleza de comodines un tanto turbios, pero comodines al fin y al cabo.
El instinto de supervivencia lleva a parchearse como uno puede. Y a eliminar toda esa rima adolescente y los golpes de pecho, una vez que uno suma años y se bebe, con coreografía de cóctel amargo, la decepción asociándola a los capítulos de novelas que escribes : son sonrojantes y los tiras a la papelera en una bola. Pero no sé si alguien sería capaz de, como si tal cosa, poner listas de canciones que eran el diagnóstico de todo lo acelerado, entrar en la cafetería que era nuestra con paso firme y actitud desenfadada. Sonreír con tranquilidad ante aquella dependienta que recuerda vuestras risas entre pares de zapatos tan indecisos como vosotros. O si te sofisticas un poco más, comienzas a hacer semiología y recreo de esa arquitectura salvaje y cruel que reside en los letreros al borde de una carretera. También el lugar exacto en el que comenzó toda la lluvia del mundo, bajo aquel paraguas rojo, delante de un banco de piedra del Paseo Marítimo. Y, de repente, tienes un montón de espacios por domesticar. Y, ya sin ser de repente, vuelven a ser paisajes normales y naturales, retoman su lugar en la caja de juquetes etiquetada y organizada en el desván tras haberse dado el garbeo nocturno de los seres inanimados que, luego, resulta que sí podrían haber tenido alma. Porque son otros momentos que, quizás, sean sujetos de taller de reparaciones en el futuro.
Yo creo que escribí una vez sobre los marcapáginas olvidados que son una escuela de algo que, en otros espacios, otras voces y ámbitos, podrían ser añoranzas. Y veo ahora a Lena Dunham en «Girls» y pienso en esas edades en que ya tienes un haz de porqués guardados en la manga y la desilusión duele hasta el infinito. Y se comienza, es verdad, a acotar ya espacios como refugios, mucho antes de que sea la vida la que te domestique.
Hay una cosa que sí es cierta: lo que mata al gato es, la mayoría de las veces, la curiosidad.
Cornia, Ugo Casi amor, Periférica, 2012
Banda sonora: Dos de mis listas en Spotify «Winter is coming» y «Rain, snow, wine». Todas ellas son música que ha sonado en Alt.radio : mixtapes old & new
Como dice Penny, en la mayoría de casos no hace falta abrir la caja para saber que el gato está muerto. Es lo que tiene el sentido común ayudado por el del olfato (y también estoy hablando figuradamente).
A min gústame dos faiados o enorme parecido que teñen coa mente dos seus donos. Sobre todo, naquilo que temen ver de si mesmos.
Bicos