Acostarse con la Gardner
La vida pasa en una ensalada de velocidades que aliñamos en función de los calendarios, del combustible del momento, de la energía que tengamos que invertir en apretar los dientes. Un blog puede ser, o no, un efímero sentido de la conquista de alguno de esos momentos. Una bandera que ponemos en una imposible llegada a alguna luna, siempre para que pueda ser vista desde otros ámbitos y aplaudida o denostada por otras voces. El planeta digital es en sí mismo parte de un particular sistema solar donde el centro va moviéndose como en el parchís, avanzando hacia una meta volante, hacia una entelequia desconocida, donde alimentamos más que nunca la necesidad de dejar nuestro propio camino a Pulgarcito, nuestros posos de café, una mejor o peor huella ecológica. Es, mejor dicho, un ecosistema autosuficiente y paralelo.
Siempre he sentido pudor hacia los diarios de los otros. A recorrer un alfabeto que me mostraba la soledad de una niña holandesa en un verano que no era tal. A entrever, tras una tipografía muy contemporánea, la caligrafía de un poeta alemán que contesta por carta a la encendida admiración de un escritor ruso y reconociéndose en esa lejana ya impaciencia juvenil de crear universos propios con herramientas de palabras. O encender el fuego de vivir de oficio, y ,voluntariamente por poco tiempo, en una Italia con menos luz de la que los lectores quieren o creen recordar. De Anna Frank a Pavese, de Rilke a Pasternak, o de Warhol a Cheever. Diario o correspondencia, tengo un resultado físico en mis manos de todo aquello, lo abro, lo navego y devuelvo a mi estantería donde habitarán dormidos. Hasta otra ocasión en la que vuelvo a vencer mi pudor obligado para despertar a mi durmiente cotilla. Y a otra cosa.
Pero vivo en un mundo que ya tiene un desdoblamiento ajeno y que potencia la gratificación inmediata. Destacar, en determinados caracteres, el ingenio que me habita, o no, una mañana de domingo porque sí, porque la exhibo, porque la comparto para ser, a su vez, recompartida, retuiteada y enmarcada lo que dura un timeline, es decir, nada. Todos esperamos que nos hagan la ola digital, esa que no vemos pero que se marca en favoritos, en «me gusta», en la reputación que nos coge por las teclas, en lo efímero y en lo que retroalimenta. Y en la ansiedad de buscar imágenes de un estilo propio y que son de otros, ajenas a esa autopoética que vamos creando sin querer. Yo dije esto en una ocasión aludiendo a estas líneas temblonas. Y claro que creo en la inteligencia colectiva, en la alquimia de las multitudes y en la creación a pachas de nuevos modos de narrar y entender.
Pero después de todos estos lugares comunes, de tópicos de los que se ha escrito mucho más y mejor, a mí me gustaría hablar de la taxidermia digital. El recorrer esas galerías de trofeos y momentos congelados, de instagrames voraces, de foursquares atónitos, me hace pensar mucho en si fue antes el huevo o la gallina. En si hay quien realmente vive para testimoniar lo mucho que viaja y lee, para alimentar un perfil de gadgets extravagantes, para crear un alter ego Frankestein a partir de las posibilidades de Android. Me divierte ver fotos de amigos en conciertos, algún momento de una cena o un viaje. Pero no puedo evitar sentirme invasora cuando alguien me informa, lo quiera o no, de por dónde van sus pasos en 4square. Compartir es voluntario pero no obligatorio. No se han creado las ocasiones ni los países para ser congelados en una galería de «a ver quién puede más», quien epata más, o de, simplemente, demostrar tu habilidad con una cámara automatiquísima. O de crearte un perfil, sí, perfil, de un constante cómomolo, de un permanente vivocomodios, de una muy prolongada vacación de primavera; esas que viven los adolescentes norteamericanos en las películas compradas en lotes por las cadenas de televisión. A veces creo que estamos en las redes como aquel que llega a cualquier ciudad y solo visita las tiendas de souvenirs donde figure, eso es imprescindible, el lugar al que ha viajado. Pero del que únicamente recordará el papel que lo envuelve porque ese imán de nevera será para tu prima o tu tía, no para ti. Y te haces, aún, un poco más trampantojo,que es lo que somos cuando nos vestimos de digital.
Y no puedo dejar de pensar en lo que se contaba de Dominguín y Ava Gardner tras la primera noche de pasión. Ya saben: «¿A dónde vas?» ¡»A contarlo!». Por supuesto que soy libre de seguir o no a quien quiero en Twitter o añadirlo a Facebook. Pero el posible agotamiento de las redes sociales creo que viene por saturación de cierto tipo de actitudes y contenidos . No lo sé. Yo, por si acaso, publicaré este post en Facebook para que no se diga que soy una analógica reticente. Y para alimentar, de algún modo, mi buena o mala reputación digital.
Aquí estamos, despois dun, para min, espléndido verán. Encantado co reencontro neste blog, co teu xeito de pórte na túa imaxe dixital e de procurar terra baixo os pés.
Un bico grande