Lo insignificante
El equilibrio entre ser invisible y hacerse notar
No hace falta haberse currado cinco años de Lingüística para conocer, que no necesariamente saber, la diferencia entre significante y significado. Ni siquiera esa doblez particular de continente y contenido. Podemos seguir así ad infinitum : los pros y los contras, el haz y el envés, las teorías y las prácticas. También es curioso el concepto de contrario: todo aquello que comienza por «in» te enfrenta a algo de golpe, del mismo modo que todo lo que empieza por ex remite, a veces, a lo que una creía era el mejor de los tiempos. Dice el DRAE que insignificante es lo mismo que baladí, pequeño, despreciable. No van a negarme que baladí, prescindiendo de lo que conlleva, es una palabra preciosa, que suena a corneta, a un montón de collares cayendo sobre la pechera de una camisa recién planchada. Baladí es lo mismo que despreciable, algo que no se tiene en cuenta, que se pasa por alto, que se se borra con typex de indiferencia. La sombra que perdía Peter Schlemihl era solo eso, una sombra, pero sirvió para dar título a una novela y conducirla hasta un fin.
Pese a todo, yo creo que insignificante es equivalente a invisible. Todo esto que no vemos o que no queremos ver porque es una posible, futura e hiriente solidaridad con aquello que podremos ser o estar: tristes, abandonados, silenciosos ( o no). Lo lejana que puede estar una soledad muy encendida y que de repente nos quema, dándonos la sorpresa de mostrarse así, de golpe, como una realidad monoplaza. No estaba tan lejos, ¿verdad? Era invisible hasta que rompió la extraña alianza de esos antagonismos y desdeñó lo difuso convirtiendolo en concreto. Y asoma también el miedo a la vida.
He visto una película en la que a un hombre le llaman insignificante porque es, creo, tan discreto y apocado que no puede quedarse con la chica o se rompe la pretendida coherencia del discurso. Siguiendo con la dinámica de pensar que todas las pelis y las canciones lacrimógenas hablan de uno mismo (es lo que tiene llevar una laaaarga temporada más pallá que pacá) hace unos días le deseé toda la felicidad del mundo a quien quise y no supe dársela en otro momento de la vida. No somos, ciertamente, la última Coca-Cola del desierto (cómo me espanta esta expresión, la uso para sentirme aún peor) porque, es verdad, querer y no poder es uno de estos principios de la contradicción. Quizás no haya sido todo tan sencillo y, simplemente, dar y recibir no fueron hechos encadenados. O lo que se da, (y no se quita, que estamos muy bien enseñados), sea un camino solamente de ida o un brindis al sol. O pasamos, como en los peores finales, de ser unos seres maravillosos y únicos, a una parte infinitesimal del mundo. De dotar todo un planeta de sentido a perder el sentido en intentar entender las cosas que pasan : dónde te coloco, qué puedes contarme y qué no, dónde empezamos a ser otra cosa. De presentes a pasados invisibles. De ser la completa semántica a la absurdez de la insignificancia. La lingüística, lo que es, es cruel de cojones. Y este post es absurdo, quizás, en sí mismo. Un tanto imposible.
Película: La delicadeza. A mí el sueco me gusta.
Banda sonora: El fin del mundo en mapas de Maronda