Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “julio, 2012”

Pollyannismo.

Imagen tomada de retinalconfetti.blogspot.com

De repente, este es el último verano.  Ya lleva una varios días sin garabatear en la pizarra digital del blog.  Me gustaría no tener nada que contar, eso querría decir  o bien que me aburro muchísimo o bien que el hedonismo adormilado,que así son los mejores hedonismos, me hace solo entreabrir los ojos y elogiar mi propia pereza. Ojalá fuese así. Es un último verano, de cambios que ya apuntan en algunos horizontes. Es un momento de estremecerse y de coger aire, de respirar fuerte, de desgastes más que de descansos, de pocas certezas, de misterios. De la cada vez más cansada indignación, de no poder renunciar a la mala sorpresa, a asumir que aquel «no se atreverán a tanto» es papel mojado, es un pasquín que vuela después de estar atrapado en el parabrisas.  Este mes de julio, y los meses anteriores, son calendarios desamparados, en los que ya no anotas fechas porque tienes hasta miedo de que hasta los festivos, que son unos disidentes de otro color, te devuelvan una mueca desesperadamente burlona.

Yo hay días que quiero ser Pollyanna. No se rían, hablo en serio. Pollyanna, aquella criatura tan cursi pero que te ponían a veces de modelo modoso y exasperante, jugaba a lo que su padre llamaba el «juego de la alegría».  Es decir: «Criatura, podrías estar mucho peor, no me seas exigente y alégrate de poder seguir aquí». Yo no sé si Pollyanna era muy conformista o abanderaba esa ataraxia que te permite pasar de todo y, de algún modo, no resultar vapuleado.  A mí me gustaría estar adoctrinada, a partes iguales, por Pollyanna y por, pongamos por caso, Terminator. Es todo como muy realista, ya lo sé, pero no fastidien: por un lado estás contenta de que te jodan la vida porque, tota,l no es para tanto (mamandurrias, vaya)  y por otro, los golpes te resbalan.  Y aún encima te puedes pegar el lujazo de decir: «Volveré».  Igual que cuando te castigaban y decías «Pues no me importa». Pero esta vez de verdad.

Nos estamos volviendo todos unos Pollyannos, qué mal queda esto, de campeonato. Y, siguiendo con los cuentecillos, las Reinas de Corazones, las Brujas del Este y los malos malosos no descansan. Porque tienen la sacrosanta paciencia de irnos desmembrando por varios frentes a la vez.  De negar la mayor, de intentar convencernos de que esta Disneylandia cutre y de segunda división a  la que quieren que nos mudemos, sigue siendo el mejor de los mundos posibles para nosotros. Nosotros, que no nos merecemos tanto.

Ojalá este sea el último verano del Pollyannismo. No he vivido más revoluciones que las propias y, muchas de ellas, han sido batallas poco creíbles, otras simplemente voluntariosas y la mayoría, o tempora o mores, las he perdido. Me encantaría poder decir aquello de que de mí viven dos ex exposos y tres camareros, queda super cool, pero tampoco sería verdad. Mi vida, la nuestra, la de estos niños que dan alaridos felices jugando a una especie de creativo Roland Garros en la calle, tendrá que ser la que se pueda construir sin recortar, sin ponernos unas orejas de burro y mandarnos al rincón, sin exigir un sacrificio que ya no podemos hacer.  Ni contentarnos solamente con el ejercicio de la supervivencia. Yo escribo otras cosas en otro sitio y hoy, viendo el conjunto de artículos, de párrafos que ya no son míos, me he dado cuenta de lo apocalíptica que sueno muchas veces. Esos bocados de realidad que me como casi hambrienta, esa vida que veo que se escapa antes de hacer pie en el lado más extraño de una piscina llena de hojas de árbol, el desánimo, el dolor, esta sensación de vivir de permanente mudanza, sin orden, jugando a las sillas musicales y rezando por no quedarme de pie sin sitio. Conformarse: odio esa palabra.

No puedo ser agorera, ni tampoco acepto que tenga que ser feliz con menos porque no me da la gana, nunca he tenido mucho.  Pero poniéndonos cínicos y dando la espalda a todo, podemos medio sonreír pensando que la culpa está en que estudio mucho, salgo poco y sufro muchísimo con Ned Stark y las cuitas de Invernalia. La culpa no es mía ni del verano, no.  Solo me preparo para otro invierno de descontento.  Qué quieren que le haga: winter is coming.

Veranos con Colajet

Imagen tomada de beachcomber26.blogspot.com

Ha arrancado un mes de julio un tanto tristón, de llovizna y niebla constante, de reclusiones obligadas y de chaqueta tempranera. El verano galaico hace que sueñes con tirantes y pantalones cortitos, con las impedimentas de las risueñas revistas de moda, de esos anuncios que proclaman que sí, que por real decreto y porque ya, el verano está aquí. Yo es que o no soy o no me entero.  Me consuela, vagamente,  pensar en todos los años en los que el mes de julio era una antesala de horarios pequeñitos y de jugar a las palas,  de siestacas de vino y gaseosa, de conversaciones eternas y helados demasiado efímeros. Ya he hablado muchas veces de veranos, de todos los veranos que no eran «Verano azul», de los meses de vacaciones de los niños sin aldea y sin idas a Inglaterra para aprender inglés. Lo que más jodía de todo aquello era, a la vuelta, chuparte todas aquellas fotografías medio movidas, comerte las anécdotas con nombres y apellidos de gente que no conocías, que te contasen en voz queda algún que otro primer beso.  Y tú habías hecho otras cosas, habías tenido un traje de baño con una ballenita pequeña, habías cambiado de talla, despreciado algunos juegos infantiles y aprendido nuevas compañías, lejos ya de la isla de Kirrin y más cerca  de Julio Verne.  En ese mundo urbano y feliz, en el que ya conté que cambiaban horarios aunque no paisajes, ibas a una atestada piscina que hoy te parecería el Ganges,  a playas  con viento incrustado en las neveras de excursión. Te apretujabas con mil primos, flotadores, toallas y cremas Nivea dentro de un coche en el que nos peleábamos por cantar. Yo juraba que sabía la canción de Pippi en sueco (yo decía «en suizo», me parecía exactamente lo mismo), la de Heidi en imposible japonés  y protagonizaba el único, creo, solo cantor de mi vida.   Veranos de Colajet y bistecs empanados en fiambreras, ojalá volviéseis. Sobre todo porque siempre, como con la Navidad, con las primeras lecturas, con todo lo que queda en los calendarios que terminan en un cajón para el reciclado, ese mar era mucho más azul y proceloso, más vikingo y salvaje, más aventurero  que cualquier otro.

Pero claro, siempre existe la impostura, lo que da la vuelta a lo que escribimos, siempre las peores intenciones. Y pienso en los  proyectos de todos los veranos, esos cuadernos de «Vacaciones Santillana» que incluían mucho más que las imposibles divisiones con decimales o la pausada ortografía entre dos cauces de líneas.  Los deberes autoobligados que comenzabas con mucha aplicación y pulcritud y  acababan debajo de un sofá, revueltos entre fichas de parchís y algún suplemento de periódico.  Limbos estivales en los que se han quedado atrapados unos cuentos, el esquema de una novela,  el billete de avión a tu casa, la convicción  de  que había que vivir en Berlín y quedarse allí a pasar de todo, que es, siendo coherentes, lo mejor que te puede pasar.  Y aunque inverosímil y mentiroso,  el sol vuelve a pedir algún que otro planazo de esos que acaricias más que cumples.  Quizá sean esquemas dibujados, sombras perdidas o personajes en penumbra.  Y quiero que mis Colajets me acompañen. Aunque ahora me sepan a algo mucho más domesticado.

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