
Little girl reading. Imagen tomada de culturedchaos.wordpress.com
La infancia es un territorio bastante amplio, desesperado, fugaz y a la vez persistente, para hacer de él literatura. Hay ajustes de cuentas muy lejos de la cerveza de jengibre, de los cortaplumas y de los escondites, de esos niños adultos que hacian reuniones en cobertizos y hablablan, ayudados por la pomposa solenmidad de algunas traducciones, con total naturalidad y desparpajo, con policías y tenderos, niños indagadores y peregrinos, personajes, sin más. Los hay que, claro, caen por madrigueras, otros que se pierden en territorios de reivindicación absoluta de una infancia difusa y sin definir, un Nunca Jamás de piratas y hadas traidoras. Niños que recorren palacios destartalados como ellos mismos, que tienen sobre la alfombra todas las piezas de Lego del futuro, que se asoman a los trampantojos de la adolescencia.. Pero hasta aquí yo no he contado nada nuevo. Todas estas líneas podrían ser, más o menos, algo que ya se haya contado sobre Barrie, Blyton, Donoso, Carroll, posts perdidos en blogs que pocos leen. Por eso, no vamos a hablar hoy de lugares comunes en las infancias literarias comunes o en los adultos Cebolletas o nostálgicos. Hablemos hoy de los niños equivocados, de los que, un buen día, recopilan todas las notas a pie de página para intentar comprender esa novela que ya casi han terminado.
Jeanette Winterson cuenta, en primera persona o en la mejor de las máscaras narrativas, lo que fue ser niña única en una cuna equivocada. Alguien dijo alguna vez que todo aquello que no era autobiografía era plagio. Pero no, voy a corregir: habla de crearse una voluntad para salir adelante en un entorno de enfermizo fanatismo. De reconocer su identidad sexual. De leer en la biblioteca pública de Accrington, por orden en la balda y de la A a la Z,la literatura inglesa a su alcance. De hacer el amor en un coche con la chica que le gustaba. De llegar a Oxford y seguir autoeducándose, de buscar la biología ausente y, para ella, necesaria del auténtico origen. Y de algunos naufragios. Pero hasta aquí nada sería diferente a las novelas o autobiografías noveladas de escritoras o gente que se autocomplace de ver cómo molan y lo lejos que han llegado a pesar de haberles dado hasta en el carnet de identidad (y eso que los ingleses, creo, no tienen DNI). Esta verdad de las mentiras o mentiras de las verdades, está, en mi opinión, lejos de todo eso. Es, y lo mejor de todo es que quizás no lo pretenda, una declaración completísima de amor al aprendizaje, a la bulimia por el conocimiento, a la escritura como demonio domesticado y a adoptar la subversión más allá de los lemas serigrafiados en camisetas o las pegatinas de las manifestaciones . Si tuviese alguna vez que definir bien ese concepto tan de moda de edupunk hablaría de Winterson. Si tuviese que escoger algún párrafo de defensa de la necesidad de las bibliotecas públicas, hablaría de ella de nuevo. Y si tuviese que animar a alguien, que tengo que hacerlo, a seguir adelante a pesar de los incendios, recordaría a la protagonista viendo los restos aún humeantes de sus libros quemados por su madre y diciendo: «A la mierda. Puedo escribir yo».
La normalidad puede que sea una entelequia inventada, tan incomprensible o más que las primas de riesgo. Y la escritura puede que no lleve a nadie a la felicidad. Y su arquitectura, por mucho que digan los filósofos mediáticos, es interminable. Como la voluntad de escribir, a pesar de todo y de todos.
¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? Jeanette Winterson Lumen,2012
Sobre niños en la literatura: No se lo cuentes a los mayores :Literatura infantil, espacio subversivo de Alison Lurie FGSR, 1998