Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “mayo, 2012”

Ventanas

Edward Hopper Ventanas de noche (1928)

La veía tendiendo la ropa. Una camisa de cuadros, trapos de cocina, sábanas inmensas como mapamundis, tan difíciles de manejar y que siempre acababan con los bordes sucios, oscuros, batiéndose contra la fachada. Los escasos metros de una ventana a otra eran las órbitas imaginarias de planetas distintos.  Un calcetín desparejado, el flequillo cayéndole sobre la cara, el forro polar que te remangas para inclinarte sobre el tendal, un vestido barato de tirantes, de mercadillo, en el verano.  Luego, la veía retirarse y  atravesar en canal el mundo que esconden las barras de pan, abrir la nevera poblada de imanes y prometedoras luces de interior, esas que te alegras tanto de ver cuando quieres beber agua por la noche.  Otras  veces la intuía pelando patatas o cebollas, haciendo filetitos pequeños de pollo,  salpimentando los días y las horas con cucharones y cupones de descuento, estos sí, distinguibles en la puerta de esa nevera con imanes.  Y sonreía pensando en cómo habían crecido los calcetines, las sudaderas,  las camisetas de clase de gimnasia y eran ahora tan enormes que aquella mujer se pasaba el día tendiendo y destendiendo, remangándose su forro polar o su vestido de verano, de esos baratos, de mercadillo.  Y ahora llevaba el pelo cortito y  tenía una televisión muy pequeña encendida todo el día. Una televisión con hombres y mujeres diminutos a esta distancia, con los mismos discursos alentadores y la misma publicidad invasiva.  Desde lejos, a través de los tendales y las sudaderas, parecía casi la misma persona de cualquier piso, de cualquier edificio, de cualquier ciudad. Y sabía que tenía que haber más vida, más y mejor,  ajena a otros ojos en las demás habitaciones de aquella casa, con nuevos personajes, escenografías y guiones.  Todo lo que le faltaba por conocer.

Cuando tendía la ropa, la chica rubia del apartamento de enfrente estaba siempre allí, escondida tras la tapa de un ordenador portátil, con sus auriculares y su mp3, con sus rotuladores y algún cuaderno analógico encima de aquella mesa tan fría, sin ningún mantel, con tanto cristal, con tanta transparencia.  La veía escribir y resoplar,  enroscarse el pelo en los dedos cuando repensaba, parecía, alguna frase, alguna cosa que decir, alguna respuesta a algún desconocido e invisible interlocutor. Desaparecía algunas veces y regresaba con un teléfono móvil y entonces se reía o  con una Coca-Cola en la mano y fruncía el ceño, o movía los labios en lo que parecía un ajeno playback tras subir el volumen de un enorme, grandísimo, equipo de música.  Se acordaba también de cómo una vez la vio llevarse la mano a los ojos sin disimulo, ahogarse en un pañuelo de papel, cerrar aquel ordenador tan plateado de golpe, bajar la persiana que estuvo tanto tiempo así, mediada, con el sol golpeando de frente, haciendo juegos irreales de luz y perspectiva, como en los cuadros de De Chirico.  Le habría gustado saber que estaba bien, espiarla por aquellos cuadraditos obscenos de la persiana, simplemente saber que estaba bien.  Y pensaba en la biología que habita en otras habitaciones que desconocemos, en la pervivencia de algunos ecosistemas, en la necesidad del observador de que nada altere la muestra bajo el microscopio para no tener que intervenir. Para que los personajes sigan evolucionando por sí mismos.

La mujer que tiende la ropa y la chica que escribe en un portátil nunca se conocerán porque ya se han inventado la una a la otra, especialmente en lo que les interesa, que es, muchas veces, lo que se espera de los buenos vecinos.

Fragmentos, biografías, adioses.

 

Muchas veces se sienta una ante la pantalla y no sabe ni por dónde empezar ni por dónde le van a llevar estas letras, esta sintaxis, este orden improbable, huérfano ya desde un principio.  Si escribiese un diario, si llevase cuenta y no razón porque casi nada la tiene ya, de las horas previas, las veloces y que no pude alcanzar, podría rellenar un inventario.  Pero nunca he sido capaz de ordenar vidas, acontecimientos, armarios en las casas del verano.  El tiempo nace tocado de muerte, enfermo crónico de juventud sin derecho a disfrute, resignado a una convalecencia de mantita en las piernas y de dulce mirada de tísica.  Qué más da que hayas estudiado o reconozcas que hay que coger pronto las rosas, que así pasa la gloria del mundo, que la voracidad de los relojes y calendarios puede atraparte como si vivieses en un capítulo de serie española que recrea lo que tú ya viviste y que a veces reconoces, tan sesgado, tan auténtico, tan desde otro lado de la calle.  Qué más dan los álbumes que guardan las fotografías de las excursiones a Malpica,  las cajas desterradas con adornos de Navidad, las llamadas en agosto por tu santo que casi nadie sabe que tienes, los zapatos de tacón que te dejaba ponerte para jugar y que arrastrabas por las baldosas del pasillo, aquella habitación en la que quedó solitaria para siempre una jaula que, muchos, muchísimos años antes, tuvo un pájaro sin nombre.   Y encontrarte ahora un cuaderno con apuntes de viajes, con citas de una escritora española, con el orden pulcro de una mesilla de noche. Todo eso ya da igual porque, precisamente, es lo que importa, lo que yo me llevo, lo que ahora puedo escribir y ya no borro.

Ojalá hubiese un modo de saber si todos esos objetos quedan para siempre unidos por una extraña ley de la física, o algo comprobable bajo un microscopio, algo de lo que tirar para beberte de golpe la melancolía. Me temo que, por el momento, es algo que no podremos comprobar y esa es la razón de algunos panegíricos, de buenas escenas de cine,  de algún que otro post en un blog perdido, de fragmentos inexcusables en la literatura. En un mundo mucho más prosaico, que es el de esta señora que escribe, es, sencillamente, asumir también que hay una edad en la que tu posibilidad de ir a bodas disminuye y aumenta la de ir a funerales. Menos la duquesa de Alba, que esa sí que se lo ha montado bien.

Apuntes y escrituras (3)

Source: http://hecticinsideofme.tumblr.com

Muchas veces comprobó si llevaba todavía ese lápiz guardado en el bolsillo. Hay quien dice que todas las historias están ocultas dentro del grafito intenso, de la tinta que se queda así, absorta y expectante, en stand by digamos, en los cilindros transparentes de los bolis Bic, en los recambios de tinta de las impresoras, en el teclado tan ausente de todos los días.  Quizás exista, aunque yo lo desconozca, un depósito personal para las ficciones, independiente de esa especie de grito munchiano, de rapto inaudito que convoca ante la pantalla o el papel a quien persigue el contar, desde el principio o el final, una historia, una trama, del derecho o del revés.  Lo que creo que sí existe es un lugar, valga como tardío homenaje, en el que habitan los monstruos, que, ni buenos ni malos, pugnan por salir de ese cuarto de ratones poblado de mil y un disfraces. Y de sombras.  Las que pueden convertirse en una propuesta de relato, de novela, de poema. Hay quien pasa la vida rompiendo borradores, porque puede que toda la vida sea un inmenso ensayo. No creo, tampoco, que valga demasiado la pena hacer hagiografía ni palpar, por si acaso, todos los estantes de las bibliotecas universales, buscando una receta oculta en una balda con doble fondo.

Escribir es siempre un acto desconcertado. No basta con mirarse al espejo, ya que siempre habrá, en ese vestuario de grandes almacenes, alguien detrás de ti probándose también algo para ver si le sirve o no. También coges de una percha ropa que, sin estrenar, ha sido antes probada, vista y pensada por otros.  E ,incluso, esa forma que has tenido de intentar ajustar un pañuelo al maniquí alguien la observará y la utilizará.  Sí, vale, lo de siempre: el inmenso palimpsesto. Pero la voluntad de seguir palpándose el bolsillo y comprobar si el lápiz sigue ahí es solamente tuya.  O mía, quién sabe.  Y apartar la ansiedad de la influencia es, por supuesto, una voluntad personal, que no impide romper borradores ni ajustar líneas, ni que todo aquello que salga quede en un cajón, en un pendrive, en el disco duro de un ordenador.  Como niños durmientes, esperando que alguien los avise de que ya va siendo hora de ir al cole.

Y todas esta sensata insensatez, esta filosofía de best seller de un incierto domingo tempranero, está dentro de un lápiz que yo llevo palpando mucho tiempo, sin saber si lo que lleva dentro saldrá alguna vez de un limbo o de un tupperware,  cercado por un pudor extraño  o la prudencia, que es el modo cobarde de llamar a la inconstancia.

En el otro bolsillo llevo un afilalápices, lo cual, como compensación, no está nada mal.

En un cuaderno Moleskine (20): colofones

Del archivo en Wikipedia de Alice’s abenteuer im Wunderland, ilustraciones de John Tenniel

Parece que alguien ha cerrado la puerta, con motivos más que suficientes, y leo esta entrada que ella escribe en el cuaderno:

«No creo que haya que darle vueltas a cuánto tiempo, sí a de qué modo. A la intensidad, a la sorpresa, al desconcierto.  A haberme guardado en el bolsillo todo lo necesario y llenarte de spam tan prescindible . Aprendí a navegarte, sin cuadernos de bitácora que comienzo a escribir ahora, sin naufragios, pero sí con cambios de rumbo. Olvidé, qué soberbia la mía, los instrumentos necesarios para la construcción y las normas más básicas de la arquitectura : lo sólido no tiene por qué sobrevivir.  Los paisajes urbanos están plagados de orgullosos edificios desconchados, humillados por la crisis y la desgana, envueltos en un patchwork de publicidad hecha a golpe de cursillo básico de diseño y de ofrecimientos de trabajos por horas.  En un tiempo, antes, yo sabía el camino hasta tu casa, saltando entre los charcos, recorriendo ese tablero  del juego de la Oca, esquivando las malas jugadas  y cayendo en algunas trampas. También  aprendí a resguardarme en el portal esperando que la lluvia terminase. Y subí persianas para que entrase la luz,  enmarqué las fotos del verano, te las devolví. Y también fui una despótica Reina de Corazones. Y por saber que estabas ahí eché pulsos a tu paciencia, perdí los papeles, los mapas, las formas. Hasta que reescribí un juego en el que tú sentías que sobrabas. Y ya no quisiste ese parque conmigo nunca más, ni perder el tiempo ni ganarlo.  Y guardo mi pan con chocolate, mis papeles y mis sonrisas, el arrepentimiento y las ganas de reparar algo sin saber cómo. Y, además, de haberlo intentado. E imagino que el mundo da la vuelta cuando es así, aunque deje la llave, siempre, debajo de la maceta de la entrada.»

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