Ese verano
Sezzano, ropa tendida. Foto de Mónica Orellano-Onengpin, compartida con licencia cc en Flickr.
En todas las vidas o en proyectos de adulto, hay siempre un verano que es el verano. No tiene por qué ser el más feliz. Puede ser, tan solo, esa vuelta a casa cegados por el sol, cargados de sal del mar. Verano era, también, las sandalias que te compraban y que acababas destrozando y se volvían increíblemente menguantes en aquellos tres meses. Veranos eran el tiempo inacabable, la salvaje libertad de bicicletas y nuevas pandillas, el polo de limón que hacía que te doliese la cabeza cuando querías comértelo muy rápido para saber si traía premio el palito, los tebeos y todo lo demás. Un verano en el 42, otro del amor en el 67, otro que tú y yo no tuvimos. Pero esa, y esta vez es verdad, es otra historia.
Hay un verano, ese verano, en el que, sin avisar y siguiendo una rueda establecida, tienes un cuerpo. Y empiezas a querer llevar siempre una camiseta larguísima que proteja todas esas novedades que apabullan, sorprenden y ves como ajenas en ti. Un verano en el que los vestidos bordados de nido de abeja te dan vergüenza. Y no sabes si vas a quedarte en ese limbo extraño o avanzar. O retroceder.
El verano de Los peces no cierran los ojos es ese momento distinto. Cuando la empatía por el dolor ajeno te lleva a esconderte y llorar, cuando te sabes diferente porque ya quieres estar en otra fase.. Cuando conoces el sabor de lo inevitable, las trágicas premoniciones, los callos en las manos de tanto asir las redes. Y, también, de aprender a pescar.
«La infancia acaba oficialmente cuando se añade el primer cero a los años. Acaba pero no ocurre nada, uno se queda dentro del mismo cuerpo de crío atascado de los demás veranos, revuelto por dentro e inmóvil por fuera»
Ese verano de ausencias y de necesaria soledad, de madre napolitana y beso de ojos abiertos, no enmarca un aprendizaje. Es mucho más. Es adivinar la aventura americana del padre y dibujar el contorno de una pareja . Para valorar, desde otra atalaya del tiempo, muchos años más tarde, todo aquel amor, aquella literatura que se aprende a amar, aquel cine «de artesanos excelentes», que conformarán el que adivinamos como un adulto grave, asentado en una digna soledad. No se aprende en un verano, ni en dos, ni en veinticinco, todo se va haciendo sobre la marcha. Lo que sí se construye es el recuerdo para poder intentar entender a los hombres y mujeres que ahora somos. Ese hombre ya adulto que habla del cine como un instante fulminado, que reconoce esas referencias de fábricas, luces y obreros como un paisaje natural de un tiempo de construcción. Es esta una novela de idas y vueltas, de regresos esperados y lapidarios inicios. De prosa conmovedora y deslumbrante, tan cegadora a veces como las paredes blancas de los pueblos desconocidos de los veranos sin vivir.
Dice el protagonista que nacer en Nápoles agota el destino. Puede que el destino sea nada más que una pintada en un muro. O una patria lejana, no lo sé. Lo que sí es cierto es que la literatura es un buen pasaporte. Y un casco protector.
Los peces no cierran los ojos Erri de Luca