Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “abril, 2012”

Huidas y decepciones

 

A veces  una quiere aprender a decepcionarse. No hay libro de instrucciones y se puede sustituir por cierto grado de estoicismo, de estrategia de samurai, de chico más popular del instituto al que, de repente, un buen día le parten la cara delante de su novia, dejando hechos harapos dignidad y jersey de tío buenísimo a partes iguales.  No sé si es exactamente este el signo de mis tiempos, que son, a la hora de la verdad, los que cuentan: los que yo enumero, los que hilvano  día tras día, arrastrando una lógica de ascensores y turnos de supermercado. De miradas hoscas y charcos en el suelo.  Creo que me he instalado en un espacio donde, cada vez más a menudo, tengo esa nostalgia de la huida que no he realizado. Donde asumo mi marcianismo y pienso en Bartleby (nota mental: ¿cúantas veces ha salido ya en el blog Bartleby? ¿Tendré que pagar? No sé, bueno, luego lo veo).  El hastío es muchas veces el modo de agachar la cabeza y anestesiar el ánimo .  Es muy difícil la poesía después de Auschwitz, el hedonismo ante la oficina del INEM, la valentía ante una estrategia informativa que propicia que vivamos plenamente acojonados y santiguándonos porque las tormentas,simplemente, nos rozan. O no.

Y escribes otra vez, aunque medio dormida y a medio gas. Y leyendo cosas de otros recuerdas a Margo Channing, a Eva Harrington, a la ansiedad de la influencia (oh, Harold Bloom), a las malas fotocopias, a las fotografías con buena resolución, a los modelos originales, a los pastiches, en fin, a todo lo que puede conformar el haz y el envés. Y te preguntas sobre el destino de algunos lenguajes contenidos, de toda la falsa idolatría de las mal llamadas redes sociales, del zapeo constante de titulares y la necesidad del beneplácito popular. O populista. Y eso aún te tranquiliza menos.

Y yo, que he empezado hablando en primera persona, y que luego me he escondido tras algo mucho más convencional, también recuerdo a quien escribió hace muy poco tiempo sobre esto y reivindicaba el aislamiento como forma de supervivencia.  Y vuelvo otra vez a tener nostalgia, esta vez de lo mucho que me quedó por decir y escuchar.  Me gustaría tener una radiografía de la piel que se nos atascó, de todos tus idiomas que no llegué a comprender, de las ganas que llegaste, eso sí, a regalarme.  Y poder hablar de nuevo de las normas de etiqueta, del extraño protocolo del aburrimiento y el desencanto.

Y en medio de todos estos papeles y estas cursivas despiadadas, de estos teclados con y sin tildes, de un mes que casi comienza, de un mal, muy mal aniversario, habrá que esperar al viernes para que, aún encima y como dice una buena amiga, agachar la cabeza, ir al rincón y aceptar el castigo:  Soraya nos reñirá de nuevo. Hay que joderse.

En un cuaderno Moleskine (19): leyes de la Física

 Penny and Sheldon 

 «Time for a break»imagen tomada de fanpop.com. 

Hay días en los que el cansancio es bandera. Y los insomnios provocan casi escrituras automáticas. Hoy el cuaderno alberga estos párrafos:

«Nunca hemos estudiado las leyes de la Física.  Pensábamos, con la displicencia del que no comprende, que explicar el mundo, así, en abstracto, era algo inabarcable y qué pereza, para qué, por qué.  Era como era y ya está: una belleza un tanto trágica.  Sí, había una rendida hermosura en toda aquella retahíla de números, flechas, colores.  Mirábamos las fórmulas que llenaban pizarras y cuadernos, libros y enciclopedias, con la devota admiración del que se encuentra por primera vez ante la piedra Rosetta. Pero toda aquella severa poética, la que coqueteaba con las leyes de la termodinámica, con los puntos de apoyo y con algunos rincones de los teoremas, la tenía él en la mano.: «No sé si podemos seguirnos. No sé si podemos separarnos. No sé si podemos ser nosotros». Claro que era incomprensible.  Y quizás, solo quizás, lejano y complejo.

Y aún así era su lugar en el mundo.  Donde habitaba la ternura siniestra, una cueva acogedora de vampiros punk, la risa que se contiene al entrar en un museo, la absurda discusión bajo la lluvia de uno de los primeros finales. Y su risa por la mañana, la misma que  se echa tanto de menos al  llegar a casa de noche, y él ya no espera desde el mediodía, con el sandwich de jamón y el café, con su velocidad para desaparecer arrastrando su maleta llena de incertidumbre.»

Un momento: ha hablado de primeros finales, ¿verdad?. Qué curioso: principios y finales,  museos y piedras Rosettas. Al final ellos sí lo habían entendido sin darse cuenta que es, por lo visto, el mejor de los aprendizajes. Ellos eran, juntos, la demostración imposible de la teoría del caos. Separados eran islas de información sin sentido.

Había que elegir.

Apuntes y escrituras (2)

Equilibriste, au début du XXème siècle. Foto de Maurice Branger. RogerViolllet. Lo encontré en el blog  sdmuditoedicions.blogspot.com

Los días componen bandas sonoras, escriben textos.  Lees y te leen, hacemos palimpsestos, graffiti, momentos efímeros. Golpeas el teclado y alguien dice que lo ha hecho antes que tú. Hay que joderse con los que se creen canon. Y qué gratificante es no tener nada que ver: no llega con el disfraz. Pero otro día hablare de las copias certificadas. No llega con saber rimar: hay que ser rima.

Otra cosa es lo que ya es tuyo. Y estas líneas, escritas por alguien lejano y que te tatuarías. Y que no son un principio, son tu principio. O a lo mejor, los principios, en plural. Aquellos que, como decía Groucho, puedo cambiar si no le gustan a usted. No creo que sea mi caso: soy leal a mi escritura y me aburre el concepto de plagio.

«Miré hacia afuera y no vi un espejo o un mundo. Era el lugar donde estaba, no el lugar donde querría estar. Los libros ya no estaban, pero eran objetos; lo que contenían no se podía destruir tan fácilmente. Lo que contenían ya estaba en mi interior, y juntos escaparíamos. Y en pie, ante la humeante pila de papel y caracteres, todavía caliente la   fría mañana siguiente, comprendí que había algo más que podría hacer. «A la mierda-pensé-. Puedo escribir yo.»

Jeanette Winterson  ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?

Ese verano

Sezzano, ropa tendida.  Foto de Mónica Orellano-Onengpin, compartida con licencia cc en Flickr.

En todas las vidas o en proyectos de adulto, hay siempre un verano que es el verano.  No tiene por qué ser el más feliz. Puede ser, tan solo, esa vuelta a casa cegados por el sol, cargados de sal del mar. Verano era, también, las sandalias que te compraban y que acababas destrozando y se volvían increíblemente menguantes en aquellos tres meses. Veranos eran el tiempo inacabable, la salvaje libertad de  bicicletas y nuevas pandillas, el polo de limón que hacía que te doliese la cabeza cuando querías comértelo muy rápido para saber si traía premio el palito, los tebeos  y todo lo demás.  Un verano en el 42, otro del amor en el 67, otro que tú y yo no tuvimos. Pero esa, y esta vez es verdad, es otra historia.

Hay un verano, ese verano, en el que,  sin avisar y siguiendo una rueda establecida, tienes un cuerpo. Y empiezas a querer llevar siempre una camiseta larguísima que proteja todas esas novedades que apabullan, sorprenden y ves como ajenas en  ti. Un verano en el que los vestidos bordados de nido de abeja te dan vergüenza. Y no sabes si vas a quedarte en ese limbo extraño o avanzar. O retroceder.

El verano de Los peces no cierran los ojos es ese momento distinto. Cuando la empatía por el dolor ajeno te lleva a esconderte y llorar, cuando te sabes diferente porque ya quieres estar en otra fase..  Cuando conoces el sabor de lo inevitable, las trágicas premoniciones, los callos en las manos de tanto asir las redes. Y, también, de aprender a pescar.

«La infancia acaba oficialmente cuando se añade el primer cero a los años. Acaba pero no ocurre nada, uno se queda dentro del mismo cuerpo de crío atascado de los demás veranos, revuelto por dentro e inmóvil por fuera»

Ese verano de ausencias y de necesaria soledad, de madre napolitana y beso de ojos abiertos, no enmarca un aprendizaje. Es mucho más.  Es  adivinar la aventura americana del padre y  dibujar el contorno de una pareja . Para  valorar, desde otra atalaya del tiempo, muchos años más tarde, todo aquel amor, aquella literatura que se aprende a amar, aquel cine «de artesanos excelentes», que conformarán el que adivinamos como un adulto grave, asentado en una digna soledad.  No se aprende en un verano, ni en dos, ni en veinticinco, todo se va haciendo sobre la marcha. Lo que sí se construye es el recuerdo para poder intentar entender a  los hombres y mujeres que ahora somos.  Ese hombre ya adulto que habla del cine como un instante fulminado, que reconoce esas referencias de fábricas, luces y obreros  como un paisaje natural de un tiempo de construcción. Es esta una novela de idas y vueltas, de regresos esperados y lapidarios inicios.  De prosa conmovedora y deslumbrante, tan cegadora a veces como las paredes blancas de los pueblos desconocidos de los veranos sin vivir.

Dice el protagonista que nacer en Nápoles agota el destino.  Puede que el destino sea nada más que una pintada en un muro. O una patria lejana, no lo sé.   Lo que sí es cierto es que la literatura es un buen pasaporte. Y un casco protector.

Los peces no cierran los ojos   Erri de Luca

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