Anchoas y Tigretones

Archivar para el mes “marzo, 2012”

Apuntes y escrituras (1)

Reflexionar sobre literatura es una trinchera ideal. Diseñar itinerarios de ataque al texto, de análisis en su sentido más químico, proporciona esa habitación, si no propia, prestada o casi legitimada por esa voluntad. Imagino siempre esas escenas de estrategias bélicas en las que un montón de militares, alrededor de mapas y maquetas desplegadas sobre una mesa, dan vueltas, comentan, mueven soldaditos, rodean con un círculo una ciudad que quizás nazca ahí para alguna historia,  bien para la que se escribe con mayúsculas o bien para la que quiere ser borrada.  Al final, muchas veces y solo al acabarse la película, habremos olvidado los nombres de las batallas que vendrían en fotogramas posteriores, casi su resolución, los vínculos con las historias principales. Recordaremos, con mucha antipatía, el brillo de los galones, los recios uniformes, los teléfonos sobre los mapas.  Con antipatía, quizás por ajeno o por efímero, como la condición de lo ficticio, que arrastra completamente el prejuicio del espectador, del lector. Que lo sacude, lo integra o también lo expulsa de determinados reinos, sintiéndose non grato en algunos cotos de caza privados, participados por muchos públicos, en el que somos el que camina al revés, o el niño con gafas que mira con primaria nostalgia a los inalcanzables deportistas, aunque realmente se la sude correr detrás de un balón.  No serán nuestros, quizás. Seremos de otros.  Pero tendrán siempre para mí el sabor a herrumbre de lectura fracasada. ¿Del lector, de la obra, del momento? Todo esto lo apunto en los márgenes de mi frustración. Aunque, muchas veces, apoyada por un oxigenado alivio. Y reconfortada, humana al fin,  por futuras conversaciones en las que quizás encuentre refrendo.

Muchas de las reseñas me desconciertan.  Algunas llevan el  bisturí todavía colgando. Otras prescinden de la propia lectura para centrarse en todo lo paratextual.  Por eso, me gusta más que, simplemente, la gente escriba sobre literatura sin limitaciones formales. Hay autores que son capaces de agarrar la literatura  de los otros. Y, sencillamente, leer y reflexionar sobre lo literario en sí mismo. Ofreciendo, muchas veces, una creación más interesante y completa. Recortando los márgenes con lo reseñado. Construyendo algo paralelo. Pensando en autorías, digresiones, verosimilitud. En máscaras, espejos, personajes. En voces tan escurridizas que no sabemos dónde se han metido al terminar la lectura. En otras que se quedaran a vivir para siempre. A las que volveremos, creando un álbum familiar de gustos para recordar los principios.

Ojalá yo fuese capaz de hacer algo así al hablar de la  literatura que siento como mía pero que habito como intrusa. Pero como no sé si soy capaz, o lo seré en esta serie que hoy comienzo, me permito recomendar a Zadie Smith y su Cambiar de idea. Y en el margen de un blog siempre hay cabida para otro. Y  esta reflexión  sobre la última novela de Auster me atrapó.

Y un guiño, que no todo es solemnidad 😉

Otra de números y compromisos

Fotografía: «Mr. Watson, come here» de D1v1d en Flickr cc.

Cuando ponemos en marcha los cronómetros, las varas de medir el tiempo, el conjunto de días enmarcados en meses, días y años, hacemos el cómputo mental de compromisos.  Siempre me ha parecido una palabra tramposa. Compromiso es algo casi obligatorio, o que tenemos que hacer porque así lo obligan nuestros tiempos, nuestros ritmos o, quizás, una asumida poética de la vida y las rutinas.  Aquellas, por ejemplo, asociadas a días concretos del año. Recordar y ser la primera en llamar el día del cumpleaños de alguien a quien quieres.  Estos compromisos no tienen ese matiz de resoplido como las mal entendidas cortesías, esas que limitan tan difusamente con lo hipócrita. Claro que hay reglas del juego : el mismo acto de marcar un número, teclear un mensaje, llamar a un timbre nos sitúa en el mismo ámbito del destinatario, alguien que está en tu vida por distintos motivos. Los resoplidos y las desganas vienen con aquellos números dormidos en la agenda pero que crees que debes revivir porque quizás, y solo quizás, seas necesaria en un momento. O educada. O se espera de ti. O que imagines que, si no lo haces, ese número que convive esperanzado con otros te borre y deshaga definitivamente, trasladándote del limbo al purgatorio o, ya en un plano más radical, al infierno del olvido numérico. Ser un número tiene aquí un matiz menos dramático que ser una parte, por ejemplo, de una estadística de númerología negativa : hombres y mujeres en paro, en listas de espera para una contratación,  para ser atendidos por una sanidad que los diluye cada vez más.  También yo he estado en agendas de números primos : «ya te llamo», y te lo crees, o bien  «hazme una perdida (con perdón, matiz de la autora) y ya me quedo con tu número» . Pasa el tiempo y piensas qué voluntad de coleccionismo efímero puede llevar a apuntar, grabar, mantener durante escaso tiempo ilusiones o vínculos en forma de números.  Me he sentido númera prima en varias ocasiones.  ¿Por qué me llama ahora esta tía que lleva meses y meses sin simplemente levantar el teléfono para saber cómo estoy, o qué me apetece hacer o, más sencillo, me acordé hoy de ti y me apetecía escucharte? Generalmente, después de las frases hipócrita-corteses del principio cae el famoso velo pintado y los argumentos toman forma de favores, apuntes, recados, conoces a menganito, es decir, una vaga estrategia de vasos comunicantes que, por lo menos en mi ánimo, no tienen ni media galleta.  Y esa  línea tenue de la que ya hablaba entre quedar bien y quedar mal, entre el propio quedar, pienso que debe actuar en una única dirección que es la del «que te den».  Y no ofrecer espacio al cinismo del «aquí no ha pasado nada» ni a la estrategia del número primo vengativo «espera sentada, bonita». Y recomenzar la rueda. Qué pereza. Creo que hay cosas que es mejor que nos den sueño y no que lo quiten.

Y ya lo he contado aquí alguna vez. Hay números que no son números. Son los ojos de alguien, su voz, sus días, noches, malos humores y grandes lazos. Y esos muchas veces pueden dormir aunque sea un ratito, o dos, o veinticinco. Números enteros, naturales, grandes y pequeños, divisibles por dos o por mucho más, multiplicados y elevados a millones de potencias, porque son más que límites que tienden a infinito. Y hoy dejo de pensar en teléfonos y en voces, porque creo también en los ritmos. En los de los lectores y autores, si los hay.  Y estos últimos, a veces y solo a veces, son caracoles muy lentos o se quedan en  modo de espera, perezosos y tranquilos, porque no hay nada que decir. O están leyendo lo que escriben otros.  O también, y esto yo creo que es mucho más plausible, están enviando algún mensaje y esperando respuestas. Y eso, claro está, toma su tiempo. Aunque haya compromisos que, como decía al principio y en esto incluyo escribir posts, sean más agradables que otros.

En un cuaderno Moleskine (17) : lectora in fabula

Bronztan por x-ray delta one en Flickr cc

Página del cuaderno encontrada en el rincón de pensar:

«Me gustan el patchwork, los collages, los cadáveres exquisitos. Me gusta la  la coctelería. La contradicción y el imposible maridaje. Y las lentejas con aguacate, los churros en zumo de naranja (¿acaso hay una ley que obligue a tomarlos con chocolate?), también las rayas marineras y los cuadros de vichy. Creo que, por eso, a veces, y sin entrar en ello, simplemente observo el time line de Twitter para ver cómo las líneas confluyen y divergen. Lo diferente y el gregarismo caben en un único pantallazo. Como tantas pestañas de navegador, tantas nóminas desorbitadas y otras decrecidas, tanta necesidad real y tanta snob, el hambre que provoca vergüenza y las dietas que son pasto para el sarcasmo. Claro: hay bombas reales, de humo, sexuales, con nata y crema. Bombas de un día, etiquetas y tendencias, tópicos que se disuelven creando un nuevo modo de medición: lo que dura un hashtag de Twitter. Rápidamente. Haikus, intimidades, reflexiones, retuiteos, todo en forma de papilla digital con tropezones informativos. A mí me encanta. La imposible concordancia, y no por género, entre el exhibicionismo y la contención, entre la pelea barriobajera y el té flemático en una mansión de la campiña inglesa. Sí, es estimulante.  Y no sé por qué esta mañana me he puesto a hacer esta reflexión. Será porque ayer alguien me pidió que resumiese mi vida en los últimos veintitrés años (la leche, tengo un mogollón de pasado a mis espaldas, puedo empezar a pintarme los labios con colores imposibles y tener maneras de millonaria que compra en Primark para ahorrar). Y pensé en los trending topic de todos esos años, en lo que habían durado, en los que se conformaron como tendencia y los que lo hicieron como fondo de armario. Las peleas, que las hubo, los cambios de domicilio, los paisajes a través de las ventanas, las lenguas y sus trampas.  Aún así sigo firmando y reconociéndome del mismo modo. Aunque todo, lamentablemente o o por fortuna, haya pasado tan rápido como las vueltas en tiovivo o los improrrogables «quince minutos más, mamá» de luz antes de irse a la cama.

Y hubo un tiempo en el que no habían pasado tantos años sin ver a alguien. Y no fue pronto demasiado tarde, como decía aquella narradora desencantada de Marguerite Duras. Es que todo ha sucedido a la vez, se ha superpuesto y magnificado, ha crecido. Y lo que queda por hacer. No puedo resumir los años. Ni a mí misma. De esta autobiografía tan dospuntocerista, de este modo de mirar hacia mí y por mí siendo arte y parte. Por ponernos pedantes, lectora in fabula.»

La primavera extraña

Norman Rockwell  (1894-1978). Girl at Mirror, 1954. Colección permanente del Norman Rockwell Museum.

Había momentos magníficos en aquellas tardes extrañas de marzo. Estar en el sofá, con la vieja camiseta de los Sex Pistols, con Coca-Cola y pistachos, en modo multitarea, zapeando del Spotify a los mundos en papel de Eudora Welty, de las fotos guardadas en el ordenador a la voz en directo del teléfono. Era un día de descanso, como tantos otros, como los que podía pasar recorriendo calles ajenas o llenando de amor tu almohada, ahora que te la habías llevado tan lejos. Las primeras semanas de marzo siempre traían unos puntos suspensivos regalados por lo inesperado, el sol escondido, el sol implacable, los despistados narcisos del parque, las sillas un poco chirriantes de las terrazas. Y también, recordar, que, pese a haber hecho el firme propósito de usar aquella bellísima agenda e ir anotando todo, en hacer un mashup de futuribles y no cumplidos, la tenía sin estrenar. Había algo de rebeldía en esa pereza: que la vida viniese como tuviese que venir, con su exacto componente de lucha y reinvindicación. Con su trabajo, que tanto costaba mantener. Con el constante aprendizaje, que tanto estimulaba. Con el amor si salía bien y si no, pues carretera y manta. Con los amigos, las cervezas, las malas noticias y las buenas, las madres que son de otra forma, los hijos que no se sabe cómo son o cómo serán. Con los malabarismos y la libertad de elección : quiero ser esto, lo otro, no me convence, lo dejo, lo retomo. Elegir. Qué buena palabra: con «ojalá» eran de sus favoritas.

Y por tanto y por tan poco, no quería hacer calendarios, ni agendas, solamente cumpleaños. En los que eres tú y celebras que, sí, eres parte de algo, pero  eres más que una estadística, que una silueta. Y que todo es consecuencia de muchos años de pioneras que, como ella en algunos aspectos, no fueron siempre bien recibidas, valoradas, comprendidas. De mujeres que aún se partían el espinazo por cuatro duros y por reclamar el mismo salario que el de al lado. Y precisamente, asumiendo todo eso, no sabía si tenía que aplaudir con las orejas cada vez que aparecía una nueva conductora de autobús en el periódico por eso, por ser conductora. Y a lo mejor, quizás solamente a lo mejor, habría que asumir que la diferencia es la normalidad, y que la paradoja de las celebraciones puede llegar a ser una forma sofisticada de condescendencia. Que sí, es posible sea o haya sido necesario festejar y hacer visible, pero a la que hay que, pensaba, darle la naturalidad de eludir las citas y los juegos florales. A cambio de la buena memoria y el auténtico camino a la igualdad: la ya mentada libertad de elegir.

Como decía una amiga suya ayer: soy mujer, soy trabajadora…¿y?. Hay tardes de primavera que contienen los mismos segundos, minutos y horas que otras tardes de  primaveras precedentes.  Y son radicalmente distintas y extrañas las unas para las otras. Aunque estén habitadas, en la perspectiva y el recuerdo, de una implícita hermandad. Y quizás esto es lo que debería escribir en esa agenda, de una vez por todas, la mujer que aún no la ha estrenado. Abrir el cuaderno y garabatear: seré igual o distinta a las anteriores y haré lo que me dé la realísima gana.  Y sublimar así algunos tópicos.

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