
Connemara, imagen tomada de Wikimedia Commons en dominio público.
Hay mujeres que viven rodeadas de libros. Otras que son literatura en sí mismas. Y muchas que hilvanamos la vida teniendo algún que otro renglón entre las manos, en las pantallas de ordenadores pequeñitos, en los papeles. Eso es una historia futura de la que ya hablaremos. También hay hombres que escriben sobre el amor que se pierde, que se tiene, que se añora porque se sabe que ya se escapa- ¿o es que nunca ha sido nuestro y no hemos sabido verlo?- y a estas alturas del milenio disparatado es, a la vez, genio y deliciosa inocencia. Leo Verano y amor de William Trevor con una mezcla de reverencia e inquietud, con la previsible nostalgia de que esas líneas que desfilan ante mí no volverán a causarme el mismo placer, la misma sorpresa y el mismo desasosiego, el mismo que destila esa calma chicha social que es un pequeño pueblo irlandés en los cincuenta. En el que Ellie encuentra un hogar a medida, apalabrado por quienes primero acogieron su orfandad de niña no querida, en el matrimonio con un viudo atormentado pero sereno. Ellie, de ojos grises y vida sin hacer y sin escribir, que desconoce a partes iguales el amor y la necesidad de una autobiografía. Ellie, triste y conformista, que asume las tranquilas rutinas de la vida en la granja con la serenidad del que desconoce la sorpresa. Dillahan, que la admite sosegadamente, con el agradecimiento del solitario al que, de forma inesperada, le ayudan a ordenar sus calendarios y amaneceres, aunque tenga un trastero en el que algo molesta pero él mismo haya perdido la llave no sabe dónde. Y claro, Florian, un inesperado seductor incluso para sí mismo. Florian, que siempre se marchará porque nunca podría quedarse. Y la señorita Connully proyectando una película propia, vivida muchos años atrás. Y Orpen Wren, que tendrá el papel de poner algunas cosas en su sitio, ese papel que reservamos a los niños y a los locos : el ser portavoces de un subconsciente común. Y los verdes campos de Irlanda, los perros que ladran en un patio, una taberna, las calles empedradas y las ventanas desde las que todos observan, agazapados, el «no sucede nada» cotidiano : ese que no es otro que el velo pintado del que nos habló, en otra ocasión, un poeta inglés.
Hay en esta novela, con lo que vamos construyendo como lectores página a página, mucho de cinematográfico. Reconstruyendo la historia de Ellie, de la señorita Connully y de Florian, una no podía dejar de pensar en David Lean y La hija de Ryan : Esa estética reposada y cargada de matices, de elementos que contienen una narración en sí mismos, de detalles que muestran el paso del tiempo, vital para dos enamorados- ¿enamorados?- que saben que tienen solo un verano por delante. De posibles tragedias que no llegan-¿ o sí?- a estallar. Hay mucho rastro también de literatura poderosa, de las Brönte y de Jean Rhys. Y termino de leer sorprendida no solamente por lo que me han contado, sino admirada de que una novela de apenas doscientas páginas contenga tantos esbozos de buenas historias regaladas así, a propósito, con la generosidad del que le sobra el buen material. Y es que ese, y no otro, es el objetivo del escritor: ofrecer buenas historias que tengan, dentro de sí, como una matriuska, otras nuevas. Y viendo la foto de William Trevor en la solapa del libro, de sus ochenta y tres magníficos años, me doy cuenta de que siempre hay tiempo para escribir. Siempre.
Lectura: Verano y amor de William Trevor. Salamandra,, 2011. Traducción de Victoria Malet.
Música que escuchaba cuando lo leía: Toda la de El país de los sueños (ese es el podcast del programa que, el domingo pasado, sonaba cuando empecé la novela. Pero recomiendo a todos que, si no pueden escucharlo en directo, descarguen el podcast. Y, por supuesto, lean el blog) Actualización del verano de 2014: Ni el blog ni los podcasts están ya disponibles, pero la música que me acompaña ahora, en este momento, viene de la misma persona y está aquí : Koniec, diez canciones diarias. Y también en Facebook.