Mujer en el mundo

Lee Miller. Imagen tomada de la web de Caixa Galicia
Lee Miller. Imagen tomada de la web de Fundación Caixa Galicia.
Agosto es el mes Pavese, por lo menos para mí. Así, se solapan minutos mágicos y extraños. Por ejemplo, llevas a tus padres al aeropuerto y casi les dices que se porten bien y que no olviden llamar de vez en cuando. Y ataca, de golpe, una imagen inversa de hace más de veinte años, cuando tú emprendías tu aventura americana y ellos te miraban, orgullosos y tensos, desde el otro lado del cristal de la sala de embarque. Y pensabas, entonces, que la vida empezaba de verdad ahí, en ese avión que iba a sobrevolar el Atlántico, en el que viste por primera vez en el menú los diminutos tomates cherry y proyectaron una película de Woody Allen. Donde empezaste a anotar en cuadernos frases sueltas e inconexas y superaste la vergüenza de no saber abrocharte el cinturón de seguridad. La ingenuidad de pensar que esa era la vergüenza, así, única y total. Y los días que vendrían después. Pero eso es, definitivamente, un apunte para otra historia. Decía que agosto era Pavese, como también es «Los tres mosqueteros» y sonrojantes canciones de moda en los ochenta. Y los pasos lentos y pausados de las ciudades que siguen, paralelas a las fiestas y las ferias, con sus tiendas y fábricas, con sus recibos en el buzón y con la fruta en la nevera. Por mucho que nosotros queramos, es un mes en el año y un momento en la vida. Como tantos más.
Y veo las fotografías de Lee Miller en una exposición. Y al ritmo de mis pasos, también lentos y pausados, con la emoción contenida por lo que veo y ansiosos por seguir viendo más, en la sala van asomando, implacables y mágicas, esas piezas y retazos de esa vida intensa y apasionada que plasmó como testigo y también protagonista. Una mujer de extraordinaria belleza, rebelde y esnob, que retrata a Man Ray afeitándose, que hace que aquellos surrealistas objetos imposibles puedan ser vistos hoy con sorpresa y regocijo. Que nos enseña la libertad radical y absoluta de la creación. Veo a Chaplin, a Picasso, a Miró, a Cocteau. Y viajo también al Egipto que ella conoce. Y cómo cambia su mirada ante el horror de la guerra, cómo fue testigo inesperada y consciente de la barbarie de los campos de concentración, de lo que llegaría después. Y el objetivo se va haciendo más fotorreportaje. Y ese autorretrato en la bañera del apartamento de Hitler. Y también Magritte intentando encender una estufa. Y pienso en todo este arte que permaneció muchos años oculto en un desván de su granja inglesa, el atribulado siglo, el intenso tiempo que ella detuvo con el click de su cámara y al que dio la espalda después, saturada de tanta locura, decepcionada de que nada hubiese servido para cambiarlo todo, de verdad. Y que sintió esa vergüenza de la que hablaba al principio.
Y aún así, quiero cerrar los ojos y recordar una imagen perfecta: la de un picnic en el campo, en la sonrisa enamorada de Penrose que sería su marido mirando de soslayo, las botellas ya apuradas, los restos de comida sobre el mantel. Otra vez, el pulso lento y sensual del estío. Y pensar en esos momentos plácidos y desconocidos, por inmediatos,que vivimos y que pasan de largo solo para que algún día los recordemos y les pongamos banda sonora. Y vuelvan a la memoria de algunos, como la imagen difusa de aquella chica que salió un día de agosto, de un aeropuerto, en busca de la vida real.
Más información aquí y aquí. Y recomendar, a los que puedan acercarse, la visita guiada.