Anchoas y Tigretones

Archivo para el día “junio 16, 2011”

Postcards for a young man

 a penny for your thoughts

Imagen tomada de Sundaypostcardart.wordpress.com 

 

Este es un post que podría haber sido inventado, ficticio, guiñado o incluso dictado al oído. Pero no, hay cosas que suceden porque tienen que suceder y no hay que darle más vueltas. Y la historia, o lo que conocemos de ella fue, casi seguro, así:

Paseaba por la vieja ciudad marítima, golpeada por el viento, buscando para él un regalo perfecto. Lo encontró en esas ferias de antigüedades y extrañezas, entre una lámpara Liberty y una historia de las pinups en América. La chica que atendía el puesto le sonrió con complicidad cuando la vio inclinarse sobre aquel cajón en el que se amontonaban papeles, tebeos, carteles. Y las vio. Qué curioso. Eran un conjunto de postales dirigidas a una ciudad también marítima, también lejana, gris y con consonantes dobles, como todos los lugares que están lejos y no se conocen. Cuatro o cinco, con unas hermosas ilustraciones modernistas. Y una perfecta caligrafía vintage, ajena al tiempo. Unas postales que habían atravesado una isla en 1937, que habrían temblado bajo las bombas, que conocieron, quizás, el olor planchado de las sábanas, escondidas y agazapadas en un baúl. Y que mostraban varios personajes y direcciones de otra,creo que ya lo hemos dicho, ciudad marítima, lejana y desconocida,  donde él ahora  vivía. Las compró, se las envió por correo contemporáneo, y a él le gustó recibirlas. Le prometió que algún día, en ese futuro que diseñaban a pares, investigarían quienes eran los protagonistas. Y las postales se guardaron en un cajón.

Pasaron los meses y pasaron mil minutos. Y cayeron los puentes entre las ciudades marítimas. No hubo más llamadas, ni risas al teléfono, ni mensajes ni visitas. Y, por supuesto, nunca hubo esa reconstrucción atemporal  de la ciudad con consonantes dobles hecha entre ellos dos.  Y el mundo, increíblemente, siguió su curso, como si nada hubiese pasado. 

Y varios meses después y muchos puntos de sutura echados a la espalda, ella paseaba de nuevo por su ciudad de mar y viento.  Y, en una feria de antigüedades y chamarilerías, reconoció vagamente el rostro risueño de la chica que vendía, entre otras cosas, postales antiguas. Su puestecillo atestado de hermosas inutilidades,  entre lámparas Liberty, ya lo hemos dicho, y muchos otros tesoros baratos de otras épocas. Vio, de nuevo, cajones con papeles, y algunas, no muchas, postales. No tuvo que darles la vuelta para reconocer destinatarios y aquella caligrafía cuidadosa, temblona y a pluma que en 1937 había puesto a la otra ciudad marítima en un mapa mental. Y claro, las compró. Y se alejó de allí con el corazón temblando y el regocijo de quien ha encontrado la piedra filosofal ante los ojos despistados de muchos testigos.

Llegó a casa y observó de nuevo aquellos retazos, ahora extendidos sobre su tan contemporánea mesa de Ikea del comedor. Y decidió guardarlo todo en un sobre, escribir la dirección de él y ponerles un sello. Está ahí, en el mueble de la entrada, dispuesto a salir en enloquecida carrera a través  de sacas, manos de carteros y barcos para llegar a un lugar que tiene sentido para una persona. Lo que ella no sabe es, si algún día, conseguirá llegar hasta el buzón para echar la carta al correo. 

 

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