
Fui a mi primera cita con Woody oliendo a colonia "Eau Jeune", que era la que más molaba, y un jersey prestado. Al cine Equitativa. E iba yo poco predispuesta a ver una película, porque lo que en realidad quería era que el chico de ojos color Coca-Cola que me invitó a verla me mirase a mí intensamente, como hacían en otras películas. Pero claro, fui a ver a Woody. Y empezó aquella tarde, en ese cine de ciudad del norte, una fidelidad como pocas he tenido en mi vida. Al chico no, lógicamente, porque no se puede ser fiel al amor de los quince o dieciséis años, que es un atraso. Fiel a Woody : me hice adicta a su cine, que posiblemente no es cine, a muchas de sus películas, incluso a las mediocres, pero que siempre, en cualquier momento, me salvan y las salvo yo. Y todos los años tengo una cita con él.
En mi vida, es verdad, hay mucho Woody. La última noche de Boris Grushenko fue la primera que vi, con el chico de los ojos color Coca-Cola. Después esquivé balas en Broadway, pienso que la ciencia no avanzará hasta que no se descubra y patente el orgasmatrón, deseé investigar asesinatos en la Gran Manzana y prestarme voluntaria a los trucos de un mago mediocre. Le he perdonado hasta sus ansias bergmanianas (qué me importa a mí que la de gafas de esa película no tenga talento artístico, qué pesadez), quise llevar chaleco y corbata como Annie Hall (quiero ser Annie Hall, qué leche), convertirme en todo lo que observo mimetizándolo y, desde luego, que gracias a una de sus películas conocí al hombre de mi vida. Y vi bailar a unos Grouchos enloquecidos y me emocioné con e.e. cummings. Y sí, me gustan también muchos de sus libros, acabar con la cultura y todo lo demás. Pero sobre todo, me regaló una gran joya en forma de rosa púrpura del Cairo. Y hoy, vuelve a hacerlo. Quizás Medianoche en París no sea la mejor película de Allen. Es más, puede que sea hasta mala. Pero es el contrapunto adecuado de aquella que vi hace tantos años y en la que sucedió lo que todos los que soñamos en el cine queremos que suceda alguna vez: poder entrar en la película y verla desde dentro. Como Alicia cayendo en la madriguera, como Gulliver viajando a distintos lugares. Siendo nosotros, pero distintos. Y cuando suenan las doce de la noche en París es imposible no querer conocer a Scott Fitzgerald, o a Dalí y sus rinocerontes, polemizar con Gertrude y beber absenta con Ernest. Cómo no. Aunque luego, y sin que suenen de nuevo las doce, los caballos vuelvan a ser ratones. Y es posible, casi seguro, que muchos espectadores se revuelvan en su butaca o piensen en el Alan Rudolph de Los modernos. Y es que la mitomanía es lo que tiene: que podemos caer en bucle. E idealizar siempre lo que no vivimos, lo que no tenemos, las vidas de los otros, incluso cuando son ficticias. Y a lo mejor es verdad: era mejor el París de la Belle Epoque que el que vivió la generación perdida. O no: el caso es que no es nuestra vida, nuestro momento, nuestra acción. Porque la nuestra, nuestra pobre vida, siempre será insatisfactoria. Y la fantasía, el sueño y la ficción la redimen porque suspenden ese hastío y lo convierten en algo pasajero, en algo soportable. Ya lo decía Flaubert: sumergirse en la literatura como en una orgía perpetua. O en el cine, incluso en el malo. Y ya lo sabía, hace muchos años también, la tímida Cecilia de La rosa púrpura de El Cairo. Y lo sabe Gil en un París mágico. Y también yo, espectadora de Woody, que acude a su cita con él como quien va a una fiesta. La misma fiesta que me enseñó ayer, en una butaca de cine, nuevamente, llevándome a París.