La cofradía del lomo ancho (2)
Queridos, algunos me recrimináis que estoy trascendente y tontaelhaba, que me lamo algunas heridas con demasiada fruición y que esto es un cristo de Palacagüina. Pues es verdad, vamos a cambiar un poco de tercio, que no se diga y que no decaiga. Pensaba escribir hoy sobre lo mal entendido que está el término «pedante» y cómo se identifica, simplemente, con saber algo diferente al estado de catatonismo intelectual de los apegados a la programación, pero me da mucha pereza, otro día.
Soy de lomo ancho, lo sabéis y me congratulo de ello. A los lomoánchicos nos encanta comer, y no vamos a descender de nuevo a las fáciles analogías entre comida y sexo, que todo eso ya lo contamos otra vez. Disfrutamos de la comida con entusiasmo, con la mirada de Obélix saliendo a la superficie después de haberse caído en la poción mágica, y celebramos tanto las croquetas de mamá como las sofisticaciones de la alta cocina. Parto de la base que los que estamos fermosos de obra y condición, lo estamos por darle bien al diente y engrosar el moflete, que, realmente, engordar de lechuga y verduras al vapor es triste de carallo. Esto, vaya por delante, como premisa fundamental.
Del mismo modo que otros placeres de la vida, comer es algo que debe hacerse con alegría, al propio ritmo y con el disfrute que a uno le guste. Y sin tonterías de ningún tipo. Hartita estoy de que me miren muchas veces diciéndome: «Chica, para ser una mujer comes como un tío» o «qué barbaridad, qué bien come esta criatura», por ejemplo. Lo que no entiendo es esa censura latente en el hecho de que alguien se muestre feliz comiendo, especialmente si es una mujer. ¿Por qué siempre ese intento de culpabilizar el disfrute por el sabor? ¿Es algo atávico o producto del papanatismo contemporáneo? ¿Por qué comer unas cantidades respetables es sinónimo de alguien basto y comer como un paxaro no lo es de la tristeza?. O bien cuando te dicen: «Pero… ¿vas a comerte TOOOODOOOO ese plato? Yo siempre contesto lo mismo: «Creo que sí y si sobra parte del tuyo, pues también». Tengo la suerte de tener al lado a alguien que me dice que no hay nada más riquiño que verme comer pinchos, disfrutar las tapas y las cañitas, casi como un recreo de preescolar. ¿Cómo va a avergonzarle eso a alguien? Comer es placentero. Y es verdad que educacionalmente se conminaba a muchas mujeres a la mesura en el plato: cuánta culpabilidad soterrada hay en los helados, los chocolates o los cócteles de nombres exóticos. ¿Por qué tanta gente habla de comer algo calórico como algo confesable? ¿No es peor el portarte como una cabrona de manual con el resto del mundo? Para mí, el amor por uno mismo pasa por mimarse, si te mola en el gimnasio pues fantástico, y si es sentándote en una pastelería con un merengue o una trufa de primera división porque sí, pues cúanto me alegro. Y me encanta la chulería de la gente un tanto pasada de kilos que va comiendo su pastelito de crema sin complejos. Sin sufrir como aquella amiga que, hace muchos años, se negaba a tomar cualquier cosa por la calle o en una terraza para que la gente no pensase «Mira que niña tan gorda y aún encima comiendo». Cuánta castración.
La comida es un placer que, por lo menos para mí, proporciona una alegría que se trasluce en bienestar y salud mental. Sé perfectamente que mi diabólico metabolismo me obliga a unas penosas sesiones de gimnasio si no quiero acabar imitando a Demis Roussos -por analogía- en un karaoke. Pero que no me amarguen la fiesta. Si alguien es feliz prescindiendo de probar, catar, oler y degustar que no catequice y que no dé la brasa. Acabo de ver una película llamada «La vida empieza hoy», sobre unas personas mayores que van a una terapia informativa sobre sexo. Como deberes les piden que dediquen diez minutos a algo que les resulte totalmente inútil, sensual y que proporcione bienestar. Una de las protagonistas se come un pastelazo de chocolate modelo criminal ante la complacencia y admiración de un hombre que le dice: «No hay nada más excitante para mí que ver comer a una mujer con deleite». Pues eso, criaturas. Disfruten con alegría. Y si no, mala suerte. Pero no den el coñazo, por favor. Y apártense, que las vividoras queremos rebañar.
Una vez estaba en un bar con una amiga. En la tele daban un partido de tenis, y el barman comentaba el «saque» de uno de ellos. Mi amiga, mientras tanto se zampaba con fruición su tercer picho de empanada, a lo cual el barman le dijo:» No, si tí tamén tes un saque de carallo». La chavala se fue toda ofendida, jurando no volver a pisar el bar. Cosas de la diferencia cultural. Él, de origen rural en la época del hambre, lo dijo como un piropo, y ella lo tomó como un insulto.
Querida: Como Vd. me dijo una vez, una tiene que escribir sobre aquello que en el momento le sale de los entresijos de su alma. O de su cerebro, que es finalmente quien manda, en realidad.
Y si a Vd. últimamente le da por estar trascendente, éstelo tranquila, hija. Que la cosa no decae por estarlo. Ya regresará la banalidad. No hay por qué flagelarse por tener una un día trascendente (o unos, vamos)
Y todo eso sin querer yo misma alcanzar la trascendencia.
pues si, pero la salud a veces exige gilipollismos vario a los que los snobs necesitasn disfrazar de convicciones de toda la vida, también te digo rodrigo, xa che contarei eu a partires do luns cando comece a miña dieta disociada y pirateada, te contaré princesa si no te vas a pirar por mis guesitos, juá!
@da Cova: claro que sí. Mi tía abuela, que era una mujer adorable y bellísima, tenía, como dice usted un saque de carallo y un metabolismo glorioso que le hacía estar delgadísima. La moda, en aquella época era la orondez, símbolo también de tener plato diario, cosa muy de agradecer. La gente decía que era una flor de invernadero y que estaba tísica, hubo quien le fue con el cuento a mi tío para que no se casasen, ya que «estaba delicada» Murío cerca de los ochenta y pico.
@kaia: mi blog es tu blog, así que yo escribo lo que me sale de las narices y tú comentas lo que te da la gana. No vamos a discutir y seremos como esos matrimonios que duran mil años. 🙂
@ulises: Non sei se podrei aturar que vostede relumbre tanto, mimá, xa me molaba de antes, agora voulle ter que facer un altar!!!
Que caprichoso é o metabolismo! Eu tiña un amigo que comía por dous e estaba sempre famento e delgado. Outros, en canto nos despistamos, botamos untos. Eu consolábame dicíndolle que se un día sufríamos unha catástrofe sería eu quen sobreviviría máis tempo polas reservas que levaba encima. Quen non se consola é porque non quere.