Jugar
Una, de vez en cuando hace sociología aficionada, los que siguen estas sus/mis humildes páginas lo saben. "Semos aficionados, pero informados", habría que decir y soltamos referencias y pedanterías con la seguridad, cada vez más tambaleante, de que Google no va a refutarnos ni a dejarnos quedar tan mal como el tertuliano que hace limpieza de intestinos cerebrales a micro cerrado. Esta introducción tan poco ortodoxa, incluso para este blog, viene a colación por el polen de ideas que gobierna esta mi/su escritura : hablaba el otro día con un amigo sobre el fascinante Homo ludens de Huizinga (autor también de la gloriosa El otoño de la Edad Media) y la interesante capacidad del ser humano para conservar ese punto lúdico, no necesariamente festivo, a lo largo de su vida. El juego, con su reparto de roles, con su sensación de "tirada de prueba" (o "prueba válida" gritábamos jugando a la goma en el patio del cole) de aprendizaje en las marrullerías y trampas, con su hall of fame de la EGB (te hacías una reputación en el recreo si lanzabas a gancho en el brilé) y con el regusto sudoroso y lumpen del final de la partida o de la vida ficticia en cuanto sonaba la campana para volver a clase. Final del juego y hasta aquí hemos llegado.
El juego y sus identidades nos acompañan toda la vida. Qué fácilmente lo identificamos con las actitudes infantiles en el término más extenso. Jugamos a las redes sociales y somos gregarios. Nos juntamos, separamos, somos fans y odiadores. Las estrategias del marketing, el diseño de algún que otro coche, el éxito de algunas películas con voluntad empalagosita nos sitúan en uno o en otro equipo. Jugar y volver a ser un niño. Quizás somos el resultado de una opulencia relativa. Nos han dado una visa oro y nos han soltado en El Corte Inglés sin pedirnos identificación. No nos preocupó tener o no tener fondos. Era a crédito. Pasaron los años y salimos a la palestra. Fue y es nuestro turno de dar la lección. Nos la sabíamos, más o menos, y llegamos a la edad adulta en fase prueba válida. Y hacemos y deshacemos, tiramos dados y movemos ficha. Tenemos ya una edad, somos la generación que se lo iba a comer todo y que no ha resultado comida de milagro. Dominamos los gustos: la vuelta a los ochenta, el consumismo demodé, el concepto casposo de ser yuppie y de que tú eres tu trabajo, el victimismo facilón. Y las iniciativas solidarias y la ingenua certeza de que podemos cambiar las cosas. El mundo.
Hay momentos en los que hay que limpiar marcadores. Quizás estemos en uno de ellos. Sólo si somos capaces todos de jugar en el mismo equipo.