El perdón y las gracias

Ella, como todos, tuvo que aprender a pedir perdón. Perdón por la impuntualidad, por masticar con la boca abierta, por hablar en clase y no hacer los deberes. También pidió perdón por las pequeñas miserias de la indiscreción adolescente, a golpe de teléfono y jurando, otra vez, lealtad eterna a la amiga herida. También cuando tuvo que cerrar alguna puerta que se resistía y apoyaba en el chantaje, empujando para dejarla atrás. A sí misma por haberse traicionado, por boicotearse, por ceder a la autocomplacencia, por negar. Sabía que nunca llegaría a comprenderse, pero entendió que había perdones que no eran negociables. No eran ecuaciones perfectas. No podía excusarse por su sexualidad, ni por tener o no más inteligencia, ni por su humor incomprensible para muchos ni por su brillo o su oscuridad. Tampoco, qué coño, había que pedir perdón por estar buena. Ni había que fingir mala pronunciación en inglés para que no se le echasen encima. O porque Antonioni le pareciese un coñazo. Ni tampoco por pensar que intentar dotar de contenido científico a aquello que no lo tiene, conduce, inevitablemente a la artificialidad. Todo aquello que escondía para no despertar la hidra ajena era una bendición porque eran su espacio habitable y su lugar en el mundo. Cogió el spray de pintura y lo metió en su bolso. Al salir a la calle buscó una pared bien grande y, a la vista de todos y en mayúsculas escribió: GRACIAS.