
(Este cuento apresurado, sin corregir, es para Armando. Te prometo que lo escribiré mejor)
Estaban casi a la mitad de la actuación y necesitaba un descanso. Tantos paquitos chocolateros, tantos gatos monteses y tantas bilirrubinas pedían ya punto y aparte. La temporada estaba siendo buena, parecía que,con la crisis, a la gente le apetecía lanzarse a la calle y, sencillamente, disfrutar de las fiestas patronales con los ritmos de siempre. Tras el que marcaba el final de la primera parte, miró sin disimulo, nuevamente, al rapaz que al pie del palco no le quitaba ojo desde el principio. Y sonreía, escudando su mirada perdida, sus pensamientos enmarcados en otra rutina, tras la fachada protectora de su padre que, a pesar de ser el muchacho ya talludito, llevaba asido de la mano. Sonreía con dulzura, con los ojos rasgados de su síndrome de Down, con timidez y familiaridad. El padre se acercó.
-"Mi hijo dice que le conoce a usted"-comenzó a hablar el padre, respetuosamente, ofreciéndole la mano.
El músico hizo memoria pero no conseguía enmarcarlo en los muchos años que llevaba rodando por pueblos y fiestas, ofreciendo bises, llevando pasodobles y bisbalaladas- o lo que estuviese de moda aquel año- a los más alejados lugares de cualquier parte del mundo.
-"Mi hijo guarda con cariño un regalo que le hizo usted hace muchos años".
Y entonces recordó. Recordó que ya había estado en aquella aldea. Recordó al chaval que seguía el ritmo con los pies sentado en una caja de Coca-Cola apilada cerca del escenario. Recordó cómo el crío miraba con devoción, con curiosidad, el sombrero rechulo que cubría la cabeza del músico. Y él, dándose cuenta del interés que despertaba en el niño, se lo había quitado y había coronado la cabeza del devoto seguidor diciéndole:"Toma, es para ti. Cuídalo bien, ¿eh?. No lo pierdas". Loco de alegría, el chaval había salido corriendo agarrando con las dos manos aquella suerte de tocado de Indiana Jones, y se lo enseñó a sus padres que, agradecidos, saludaron al músico desde lejos.
Habían pasado muchos, muchísimos años. Pero el que hoy era un hombre seguía, todos los días, limpiando y cepillando el sombrero, pensando que no podía defraudar la confianza que el músico había depositado en él. Y sabía que, en cualquier momento, aparecería por su aldea como así fue. Y sabía que volvería a bailar a los pies del escenario siendo el depositario de un regalo muy, pero que muy especial. El regalo que le había convertido en Indiana Jones.