Teoría de la inteligencia procrastinadora
Estoy contenta de haber podido bautizar o de acotar lo que me pasa. Andaba yo pensando que añadía a mi antología de rarezas, defectos defectuosos, peculiaridades peculiares un algo así como inconfensable en este mundo mundial de gente tan sumamente atacada y que tanto curra. Que tanto Twittea verbalmente lo mucho que hacen y cómo les mola limpiar, fijar y dar esplendor a sus quehaceres. A cumplir sus horarios, sus previsiones y pronósticos. A clavar las expectativas. Pues no me pasa solo que yo sea una hedonista nata, que lo soy, sino que soy procrastinadora. Por lo tanto, pospongo las obligaciones más perentorias por cuestiones mucho más placenteras y, seguro, mucho menos rentables en términos de economía 2.0.
Resulta que estas ganas que una tiene casi siempre de postergar, posponer, barrer con energía y esconder cosas debajo de la alfombra se llama procrastinación. No penséis, por Dios, que debido a mi temita me da por tener síndrome de Diógenes o dedicarme a la vegetación contemplativa en postura de flor de loto (ni de coña, me duelen un huevo los riñones). No. A mí me da por procrastinar "in praesentia", es decir, : cuando llevo todo el día planeando una tarde de trabajo organizadito, con su ordenata, su cafelito en modo "productivo on", su camisita y su canesú, pues, hala, viene el bicho procrasti y me asalta con la terrible sensación de que no puedo vivir un momento más con esos cojines tan sumamente paletos y poco cools. Hay que cambiarlos. Y, además, y de paso, mover el sillón para que, (eso sí,esa movilización modular que me parecia tan de superprocrastinación el domingo cuando realmente no tenía nada mejor que hacer) el hecho de que entre el sol por donde deba sea una necesidad perentoria. Y ya puestos, por qué no quito las cortinas y las lavo, claro, así trabajaré mucho mejor, en un entorno totalmente feng shui. Y claro, la felicidad no es completa sin una cabra tocando el violín (eso decía Julia Roberts en "Notting Hill) o, en su defecto, todos los DVDs organizaditos y bien apilados. A la hora de la verdad termino con un cuarto de estar que mola mogollón, pero con la ansiedad de la página en blanco y la terrible sensación de que no he pegado clavo (ay, esos años de catecismo, cómo los noto). Y en realidad he hecho muchas cosas. Pero no "lo que había planeado". Lo que debía hacer. Y eso, a pesar de mi reconocida hiperactividad y dispersión.
Mucho me temo que me paso la vida siendo un híbrido entre Felipe el de Mafalda y la cigarra del cuento. Un híbrido imposible, claro. Y mientras pienso en si realmente quiero cambiar, me releo el Elogio de la pereza. No todo, claro está. Porque procrastino el terminarlo al día que me pidas que te lo lea yo, en voz alta y apoyada en tu pecho. Y me lo pida tu voz dulce y perezosa que sale de esos labios estivales y de siesta, esos labios tan de Belmondo que me hacen desear tanto y tanto la lentitud.