
Todas las mañanas se miraba al espejo con la resaca del éxito en las pupilas. Escuchaba todavía el refrendo coral a su belleza, a la huella de animalidad salvaje que dejaba la sombra de su melena, el espacio medido entre su sonrisa y la picardía de su mirada. Allí, por las mañanas, dibujaba con una barra de labios de silencio el inicio del día. Salía a la calle, indagaba en el futuro, abrazaba sus presentes. Desfilaba como una bella paladina y el mundo se abría ante ella. Lo que era una lástima era que por las noches, tan sólo había una llamada que esperaba y tan solo quería esconderse en un cuerpo. Y, claro, tenía que llorar.