Microrrelato para un martes

Para Carmen Luna, que me llevó a Benidorm
Bueno, queridos, he estado de un cursi repugnante últimamente. Vamos a cambiar de tercio y volver a nuestros clásicos.
Estoy ahora en plena crisis de cambio de estación. No, no voy a volver a daros la chapa con mis melancolías preotoñales. Mi crisis es de tipo más práctico: me pelo de frío por las mañanas, me asfixio al mediodía y me congelo por las noches. Esta es tonta, pensaréis. Pero como soy de las que viven en la calle, es decir, que pisan su casa básicamente para justificar la cuota de la hipoteca, pues ando todo el día cargada de jerseys, pseudocazadoras y cosas por el estilo. Reinaugurando el "onion look" de estas temporadas, doblo camisetas de tirantes, guardo vestiditos que sé que no volveré a ponerme y me pasan por la cabeza, como los antiguos trailers de las películas-los de ahora SON la peli pero comprimida-algunas imágenes de este pasado verano. No temáis, no voy a hablaros de mis tórridas noches a la orilla del mar con macizorros magníficos, no, eso más adelante. Hablaré de que este año definitivamente he aumentado y ampliado mis miras de viajera. Yo, que vivo como una gran dama y como tal me comporto, educada en la exquisitez y codeada con la flor y nata-entre los que, por supuesto, os contáis- me lo he pasado como una enana en mi excursión de este verano a Benidorm.
Tiene razón la Cronopita: Benidorm es la tarifa plana para todos aquellos que quieran un verano-verano básico. Vale que urbanísiticamente es la exaltación del ladrillo y de la barbaridad, vale que la chancleta y la riñonera campen por doquier, vale que se podría hacer una tesis doctoral del kitsch hispánico en su versión de bigote y tinto de verano. Todo eso es cierto. También que he estado sólo en una excursión de un día-ida por vuelta-y que no me he empapado por completo del ambiente Georgie Dann, del ligoteo de chiringuito, del territorio de paraíso terrenal para jubilatas, de las discotecas habitadas y frecuentadas por poligoneras, reguetoneadores de sudadera tres cuartos ni del chonismo más básico. Sí, eso es verdad. Pero decidme algo: ¿No se ha convertido el viajar ahora en un hábito más del consumo? ¿No tenemos TODOS anécdotas que contar de viajes por cualquier sitio en el que hemos encontrado a compatriotas "dando la nota"? ¿Cómo puede ser que alguien-verídico-proteste porque el absolutamente mítico y maravilloso Hotel des Bains en Venecia le parezca "viejo y desvencijado"? ¿O que se indignen porque al pedir una tortilla de patata en Rio de Janeiro (sic) se la dan poco hecha o un poco pegadita? ¿O escandalizarse de que en Marraquesh no pongan chorizo en el cus-cús? Creo que si alguien cree que está mejor en su lugar de origen y, vea lo que vea, no va a aprender nada, a disfrutar de la diferencia, a reflexionar sobre lo bueno y lo malo de los lugares, vale más que se quede en casa. Si hacemos la maleta con el espíritu de "Como en Vitigudino en ningún sitio" ¿para qué cruzar la puerta? (*Inciso: Pido perdón desde esta atalaya virtual a los vitigudinenses si se sienten ofendidos, pero es que me encanta el nombre de su pueblo). ¿Por qué nos empeñamos muchas veces en fingir lo que no somos para colmar las expectativas de una sociedad que marca que hay que ir a tal sitio?. Por eso Benidorm me parece un sitio honesto y la gente que veranea allí también: nadie es nada que no quiera ser. Y esa, para mí es una de las mayores conquistas. Si alguien me pregunta si voy a ir a un viaje organizado alguna vez, desde luego que le diré que no. Y que nadie, absolutamente nadie, se avergüence de disfrutar del verano como le dé la gana.
No pudo ser de otra manera. Podría haber sido, pero no fue. Una de las posibilidades habría sido, por ejemplo, mentir a su propia curiosidad, comprarse una bolsa de pipas y quedarse en casa escupiendo las cáscaras de la cobardía. También podía haberse dado el caso de que, efectivamente, la química no hubiese producido esa reacción en cadena que les llevó a morderse el uno al otro completamente, así, nada más llegar. También ella podía haber roto aquel pequeño ticket del supermercado donde estaba anotado un número de móvil y dejar más libres su tarjeta SIM y su memoria corporal. Él, por ejemplo, podría haber seguido explorando la soledad compartida a golpe de mensajes y llamadas telefónicas. Podría haber sido de cualquier manera, pero sucedió de la forma más inevitable en la que sucede todo lo que no se puede evitar.
Duermen abrazados siempre que pueden. Y ninguno de los dos sabe lo que le gusta desayunar al otro. Excluyendo sus cuerpos, claro está. Estaba escrito.
Hay días en los que una dimitiría de sí misma. Dice mi desencantado favorito que "malditos martes". No sé si es cosa del martes, de los biorritmos, de algún que otro desencuentro, o de tener la cabeza en veinte cosas a la vez. Yo, que siempre me he jactado de ser multitarea, empiezo a necesitar una organización digna de la mejor taxonomía o de Google Calendar. Apatía, tontera, ganas de pensar y no pensar, novelas a medias, pocos teclados por placer y la sensación de estar a medio gas. Dice Luis Cao que empezamos a necesitar el orden del nuevo curso. Quizás hemos crecido y vivido con el ritmo marcado por el colegio :meses de horario rígido, ocio salvaje durante tres meses y vuelta a empezar.
Sin embargo, "sin en cambio" que diría algún que otro fisno, el verano siempre aparece como una entelequia tan irrealizable como ficticia. Yo, que no fui veraneanta de pequeña ni turista lingüística que era lo que se llevaba, tenía una rutina muy semejante a la de los meses de cole. La diferencia era que leías todo lo que te salía del moño, ibas a la piscina o a la playa, y también, que no se diga, asistías a algún campamento o acampada organizada. Pero ese horizonte californiano de sonrisas al sol era una grandísima mentira. Fui también una niña sin pueblo o aldea en la que cambiar de hábitos durante las vacaciones. Mis estíos eran urbanos, en una ciudad en la que muchos se quedaban, pero generalmente se iban los que tú más querías o necesitabas. Entendámonos : no he sido como los chicos de "Barrio", la peli de León de Aranoa. Pero tampoco he surcado mares, corrido miles de aventuras y escalado montañas escarpadas más allá del parque de enfrente de mi casa, la piscina a la que íbamos en mogollón, o los paseos en pandilla hasta más tarde. El territorio por explorar era yo misma. Mucho me temo que lo sigue siendo.
Empieza un nuevo curso, una nueva rutina, una rueda que gira otra vez. Quizás debamos quitarnos de encima esa sensación de tener que hacer nuevos deberes y no dejar nada para setiembre este año. Llevarlo todo al día. Incluso a nosotros.