En el café de la juventud perdida
El otro día escuchaba a Vila-Matas hablar de la importancia del título en una novela. Citaba como uno de sus favoritos Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, aludiendo a la intriga que producía y que podría ser desmenuzada en dos partes: ¿Por qué últimas tardes? ¿Quién es Teresa? ¿Y quién tiene el privilegio o la cruz de pasar tardes, aunque sean las últimas, con ella?. Vila-Matas, brillante y provocador, tiene la facultad de despertar en muchos de sus lectores una ferviente complicidad hacia este tipo de reflexiones mínimas que, sin embargo, tienen gran trascendencia. Yo no sé cuál habría sido el destino de la novela de Modiano de haberse titulado de otra manera. Pero cuando una abre las páginas de un librito editado por Anagrama, con una fotografía deliciosa, muy Doisneau, de una mujer joven absorta en tomar notas mientras fuma, sentada ante un café en una terraza parisina, quiere automáticamente formar parte de esa historia. Y antes, mucho antes de empezar a leer, recuperamos en nuestro archivo literario y de imágenes particular, el París que todos nos hemos construido y que, afortunadamente, como todos los lugares míticos, es infinitamente superior al real. El París de los poetas, que decía aquel personaje de Blanca Riestra. El del Barrio Latino, el de la playa bajo los adoquines, el de Sartre y el Castor, de la Rive Gauche y Café de Flore…De Proust y Amèlie. Quiero ser esa mujer que lee y fuma. Pero no. Que nadie espere memorias de lo que pudo haber sido y no fue. En el café de la juventud perdida es casi una novela de misterio. Y digo casi, porque para un lector avisado, la desazón, el gris panorama vital de los personajes que transitan por ella hacen de París una ciudad fantasmal, en la que las rues y les boulevards tienen nombre propio, pero son a la vez anónimas, y en la que la tragedia puede aguardar en cada esquina, en cada corazón, en cada portal…y en cada café. Porque sí, tenemos un café. Pero los cuatro puntos de vista que abordan la novela son la falta de vocación, la necesidad de ser amado y el pánico a la soledad, la fascinación por una mujer misteriosa y la propia ciudad de París, convertida en un provinciano esquema de mapas. Porque la tristeza habita en el paraíso. Porque las mujeres fascinantes esconden grandes maletas de dolor, a veces de un modo inexplicable. Porque como demostraba Otto Preminger en Laura, la fascinación puede ser gratuita. Y compleja. Da igual que el café se llame Le Condé. Dan igual el resto de las comparsas.Me gustan los personajes que toman notas, fotografías y plasman el encanto de los momentos inútiles para no recordarlos jamás. Me gusta que la narración discurra con sesgo detectivesco. Pero no. La protagonista no es Louki, nombre carnavalesco de la mujer que nos gustaría identificar con la de la portada. La protagonista es París, otro París, poco mítico, desconocido, nocturno e inhóspito. Como ese Moulin Rouge en el que trabaja la madre de Louki. Esta novela da la espalda a Auster. Porque aquí, queridos lectores, todo está medido. No hay azar. Hay determinismo. Y no hay nada más dramático que conocer el propio destino o aceptarlo en un París gris, triste y lluvioso, sin bohemia, sin torre Eiffel y sin foto de Doisneau.
Addenda: Si os ha gustado o si la váis a leer os recomiendo una magnífica película La vie rêvée des anges (La vida soñada de los ángeles). En cuanto la veáis entenderéis por qué.