La nostalgia del momento que vives
(Este año no hay cuento de Navidad, hay un post escrito a trompicones, a salto de mata entre varios días. Los cuentos y sobre Navidad se pueden recuperar en el buscador del blog si alguien se aburre y desea hacer arqueología digital).
Hoy es 26 de diciembre, san Esteban. Un día después de Navidad, dos después de Nochebuena. Todos los años lo mismo sobre si nos gusta o detestamos esta parte del año que ya va empezando su camino hacia un sumidero, el del final del calendario. Hay en el 26 un alivio para muchos, es la mañana siguiente que tiñe de normalidad, para quien no tenga vacaciones escolares, lo extraordinario. Con las luces todavía encendidas, parece que lo que resta de año ya puede ser un «no queda nada», un «ya llega el final». Las calles atestadas, la cola enorme en la tienda de Navidad de Zara, los cucuruchos de castañas. Todo eso termina con un enero que, lo siento T.S. Eliot, sí es el mes más cruel. Yo he contado muchas cosas, a veces sintiéndome culpable, sobre la Navidad. Me gusta. Y mucho. La Navidad me permite tirar de ese tirabuzón que mezcla a los Pogues (never forget el funeral de Shane MacGowan y Glen Hansard cantando Fairytale of NY en versión completa), los buzones de cartas para los Reyes Magos, esperar al día 10 o así para poner el árbol de Navidad, unos cohetes que traía mi padre de una papelería del barrio (¿era Porvén o era otra?) y que, en su corta trayectoria, dejaban un reguero de regalitos absurdos que se convertían en el centro de atención : un silbato, un diminuto tebeo de tres hojas, una horquilla para el pelo. La Navidad era también cómo nos distraían a todos los primos juntos antes de Reyes para poder comprar regalos, era lo más hermoso para una hija única: con todas las primas, en casa de las tías, celebrando el día 1 en un salón atestado, con mesas y sillas añadidas. Pero stop costumbrismo. Los recuerdos son privados y a la vez poco originales, son patrimonio generacional (muñecas de Famosa, niños de san Ildefonso en la radio, el especial de Martes y Trece). Y nada más detestable que restregar siempre lo ya conocido con nuestro expediente de EGB debajo del brazo. Caspa free, please.
Siempre, en cualquier celebración, en cualquier momento pleno, se dispara un anclaje extraño a una nostalgia futura. Un instante en el que sabes, reconoces, que todo eso es único, que tienes la inmensa fortuna de vivirlo. No es cursilería, es la construcción de un recuerdo, pero de forma consciente. No solamente en Navidad: con momentos muy felices y quizá, y solamente quizá, esa construcción tenga que ver con el «la felicidad de hoy es el dolor de mañana, ese es el trato». Cuando C.S. Lewis escribió esto en A grief observed, ya estaba tocado por la ausencia, inmerso en un duelo que ponía por escrito como un modo extraño de expiar aquella felicidad vivida que ahora sentía como culpable, como parte de una vida ya asombrosa por extraña y ajena. ¿Quiénes somos cuando observamos desde otro lugar esos momentos que ya sabíamos que nos iban a conmover, a provocar una dulzura algo hiriente, a hacernos temblar? Somos nosotros, joder, ya mayores y reconociendo que el trato es tirar de ese sedal con cautela, no es ajeno, lo llevamos en el zurrón de Papa Noel o en el oro, incienso y mirra de los Reyes Magos. Pienso en la película en super8 de Annie Ernaux, también en la Navidad galesa de Dylan Thomas, en cualquier ejercicio de memoria que se zambulla en esa melancolía dulzona para ponerla a raya: hay que domesticar toda esa nostalgia para no caer nosotros en nuestro propio sumidero de final de calendario. En ese Lego algo endeble con el que jugamos a moldear nuestra futura melancolía están también los posibles adioses, las desconocidas últimas veces, los quién sabe del año que viene. En mi lista de «debe» está aquel whatsapp hablando de un partido de tenis que yo dejé a medias por pereza, aquella tarde prometida explicándote Twitter y que se perdió también, los trabajos y los días que me fueron alejando y que hacen que ahora todo lo nimio, el mínimo rescoldo de lo compartido, aparezca como el resorte cruel de una caja de sorpresas, como la lista de la compra olvidada en la cocina antes de bajar al súper, como aquellas entradas de cine tan marchitas que aparecían en bolsillos de abrigos al año siguiente, haciéndonos sonreír y otras veces llorar. Ahora, y solamente ahora, todo lo pequeño se engrandece para usurpar las atestadas agendas, para hacernos parar y volver hacia atrás, para tirarnos un poco de las orejas. Decía Quevedo que solo lo fugitivo permanece y dura: el recuerdo que asalta tiene el poder de quedarse a vivir con nosotros, asomando de forma esporádica, siendo a medias Grinch y Papa Noel.
Y cuadrando el círculo, queda una semana para volver a esa natural rutina de los eneros, a guardar esa caja de adornos del árbol en ese lugar donde no moleste el resto del año. Ojalá poder meter ahí y no recuperar todo lo incumplido. Lo que sí guardamos es esa llama de nostalgia futura, la que avivaremos cuando, al subirnos de nuevo a lo alto del armario para recuperar adornos y memorias, vendrá como el fantasma de las Navidades pasadas, presentes y futuras a emocionarnos y también a dar un poco por saco. Porque nostalgias, melancolías y construcciones de recuerdos son eso al cincuenta por ciento: emoción y dar por saco. Como todos los Años Nuevos.
Feliz nostalgia futura y feliz 2024.