Anchoas y Tigretones

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La nostalgia del momento que vives

Foto de Raimond Klavins en Unsplash

(Este año no hay cuento de Navidad, hay un post escrito a trompicones, a salto de mata entre varios días. Los cuentos y sobre Navidad se pueden recuperar en el buscador del blog si alguien se aburre y desea hacer arqueología digital).

Hoy es 26 de diciembre, san Esteban. Un día después de Navidad, dos después de Nochebuena. Todos los años lo mismo sobre si nos gusta o detestamos esta parte del año que ya va empezando su camino hacia un sumidero, el del final del calendario. Hay en el 26 un alivio para muchos, es la mañana siguiente que tiñe de normalidad, para quien no tenga vacaciones escolares, lo extraordinario. Con las luces todavía encendidas, parece que lo que resta de año ya puede ser un «no queda nada», un «ya llega el final». Las calles atestadas, la cola enorme en la tienda de Navidad de Zara, los cucuruchos de castañas. Todo eso termina con un enero que, lo siento T.S. Eliot, sí es el mes más cruel. Yo he contado muchas cosas, a veces sintiéndome culpable, sobre la Navidad. Me gusta. Y mucho. La Navidad me permite tirar de ese tirabuzón que mezcla a los Pogues (never forget el funeral de Shane MacGowan y Glen Hansard cantando Fairytale of NY en versión completa), los buzones de cartas para los Reyes Magos, esperar al día 10 o así para poner el árbol de Navidad, unos cohetes que traía mi padre de una papelería del barrio (¿era Porvén o era otra?) y que, en su corta trayectoria, dejaban un reguero de regalitos absurdos que se convertían en el centro de atención : un silbato, un diminuto tebeo de tres hojas, una horquilla para el pelo. La Navidad era también cómo nos distraían a todos los primos juntos antes de Reyes para poder comprar regalos, era lo más hermoso para una hija única: con todas las primas, en casa de las tías, celebrando el día 1 en un salón atestado, con mesas y sillas añadidas. Pero stop costumbrismo. Los recuerdos son privados y a la vez poco originales, son patrimonio generacional (muñecas de Famosa, niños de san Ildefonso en la radio, el especial de Martes y Trece). Y nada más detestable que restregar siempre lo ya conocido con nuestro expediente de EGB debajo del brazo. Caspa free, please.

Siempre, en cualquier celebración, en cualquier momento pleno, se dispara un anclaje extraño a una nostalgia futura. Un instante en el que sabes, reconoces, que todo eso es único, que tienes la inmensa fortuna de vivirlo. No es cursilería, es la construcción de un recuerdo, pero de forma consciente. No solamente en Navidad: con momentos muy felices y quizá, y solamente quizá, esa construcción tenga que ver con el «la felicidad de hoy es el dolor de mañana, ese es el trato». Cuando C.S. Lewis escribió esto en A grief observed, ya estaba tocado por la ausencia, inmerso en un duelo que ponía por escrito como un modo extraño de expiar aquella felicidad vivida que ahora sentía como culpable, como parte de una vida ya asombrosa por extraña y ajena. ¿Quiénes somos cuando observamos desde otro lugar esos momentos que ya sabíamos que nos iban a conmover, a provocar una dulzura algo hiriente, a hacernos temblar? Somos nosotros, joder, ya mayores y reconociendo que el trato es tirar de ese sedal con cautela, no es ajeno, lo llevamos en el zurrón de Papa Noel o en el oro, incienso y mirra de los Reyes Magos. Pienso en la película en super8 de Annie Ernaux, también en la Navidad galesa de Dylan Thomas, en cualquier ejercicio de memoria que se zambulla en esa melancolía dulzona para ponerla a raya: hay que domesticar toda esa nostalgia para no caer nosotros en nuestro propio sumidero de final de calendario. En ese Lego algo endeble con el que jugamos a moldear nuestra futura melancolía están también los posibles adioses, las desconocidas últimas veces, los quién sabe del año que viene. En mi lista de «debe» está aquel whatsapp hablando de un partido de tenis que yo dejé a medias por pereza, aquella tarde prometida explicándote Twitter y que se perdió también, los trabajos y los días que me fueron alejando y que hacen que ahora todo lo nimio, el mínimo rescoldo de lo compartido, aparezca como el resorte cruel de una caja de sorpresas, como la lista de la compra olvidada en la cocina antes de bajar al súper, como aquellas entradas de cine tan marchitas que aparecían en bolsillos de abrigos al año siguiente, haciéndonos sonreír y otras veces llorar. Ahora, y solamente ahora, todo lo pequeño se engrandece para usurpar las atestadas agendas, para hacernos parar y volver hacia atrás, para tirarnos un poco de las orejas. Decía Quevedo que solo lo fugitivo permanece y dura: el recuerdo que asalta tiene el poder de quedarse a vivir con nosotros, asomando de forma esporádica, siendo a medias Grinch y Papa Noel.

Y cuadrando el círculo, queda una semana para volver a esa natural rutina de los eneros, a guardar esa caja de adornos del árbol en ese lugar donde no moleste el resto del año. Ojalá poder meter ahí y no recuperar todo lo incumplido. Lo que sí guardamos es esa llama de nostalgia futura, la que avivaremos cuando, al subirnos de nuevo a lo alto del armario para recuperar adornos y memorias, vendrá como el fantasma de las Navidades pasadas, presentes y futuras a emocionarnos y también a dar un poco por saco. Porque nostalgias, melancolías y construcciones de recuerdos son eso al cincuenta por ciento: emoción y dar por saco. Como todos los Años Nuevos.

Feliz nostalgia futura y feliz 2024.

En el agua

(No he leído todavía el libro de Anabel Vázquez Piscinosofía, así que ruego a los tres o cuatro lectores o lectoras que pasen por aquí que no tengan en cuenta este, seguramente, imperdonable fallo. No creo que haya coincidencias).

Marilyn Motel Apartments Hollywood FL. Tomado de MessyNessychic.com

Vengo de la piscina. Es quizá, y muy a su pesar, una de esas piscinas privadas en las que las chicas desnudan sus cuerpos al sol, como cantaba el tremendamente sexi Santiago Auserón hace ya unos cuantos años. Venir de la piscina, mi piscina es de agua salada y al aire libre, es dar carpetazo a una felicidad momentánea, es asumir la gran derrota, la que nos separa de los anfibios, de los seres marinos, de una mitología algo personal y de anarquías enfrentadas al orden. La piscina es la misma de mi infancia, algo más sofisticada ahora porque el mundo ha cambiado un huevo y mi ciudad también. En tiempos, aquella piscina superpoblada, a la que mi madre llamaba el Ganges, fue escenario de volteretas, primeros y últimos buceos, flotadores, manguitos, bocadillos de merienda al salir y helados Drácula esquivos (no tenían alimento, era todo química, decían los mayores, negando que cualquier tipo de química está en el centro de todo). Los veranos de niña urbana y sin aldea eran una suma de piscinas y parques, de niña sin bici propia que esperaba a que le prestasen una cuando los felices propietarios se cansaban de dar vueltas, de leer lo que te diese la gana hasta cualquier hora y de ver fuegos artificiales, si los había, desde la ventana de una casa del centro de la ciudad. Pero el centro de todos los ocios era la piscina. Pero, como decía al principio, de la piscina había que volver, con esa momentánea derrota, con esa bolsa llena de cosas inútiles que nos habíamos empeñado en meter en las bolsas. Volviendo de la piscina, tu casa se convierte en una meta volante inalcanzable, en un Eldorado de melón y ensaladilla, de todo menos ir andando. El verano iba pasando y se convertía en otro año, en el siguiente. Tu traje de baño te avergonzaba algo por infantil y también porque tu cuerpo no era tu cuerpo, algún año, alguna vez, habías hablado en bajo en los vestuarios de aquellas cosas tan raras que se doblaban y que respondían al poco poético nombre de compresas. Había chicas mayores, guapísimas y de conversación inalcanzable, que ante el corrillo que formamos ante la primera reglosa de la pandilla nos ofreceron un Tampax, como si supiésemos qué hacer con él, como si no pudiésemos enjugar su displicencia en la vergüenza de ser pequeñas y tener la regla, de no saber. En el borde de la piscina ya no apilábamos aletas o juguetes de agua precarios: dejábamos allí nuestra vergüenza con los nuevos cuerpos, nuestras miradas de soslayo a los antiguos compañeros de juegos que ahora eran «los chicos». Y dejamos, dejé, de ir a la piscina.

Siempre hay fronteras. Quizá la adolescencia no sea más que una muy incómoda, airada y llena de preguntas, convalecencia de una infancia casi siempre apresurada. Pero todos los paisajes se modificaban, molestaba todo lo antiguo, aquello que marcaba algunos territorios de protección, aquellos que apretaban tanto como los vaqueros de años anteriores y que echaríamos tanto de menos como a los vaqueros de años anteriores. No recuerdo cuándo dejé de ir a la piscina, pero sí recuerdo ese malestar injustificado, esa arrogancia tan deplorable, cuándo veía a mis padres volviendo de la rutina del verano cargados con las mismas bolsas de playa, haciendo el mismo camino para volver a casa, compitiendo entre ellos en la cocina sobre quién de los dos estaba más moreno. Todo formaba parte de una clara estrategia infructuosa por incluirme y que me sintiese retada de algún modo, que volviese a ese «modo niña» manejable y presente siempre, no a detener el tiempo, sino a volver atrás. Yo ya estaba construyendo una idea propia de futuro lejos de ese mapa conocido, quería diseñar cartografías, llevar banderas a otros territorios. Y la piscina, como parte de aquel mundo, tenía que quedar atrás.

Nunca sabe una cuándo se te va a echar encima el pasado. Después de años perdiendo y ganando ciudades y espacios, deshaciendo cajas y regando plantas en distintas latitudes, volví a ir a la piscina. De agua dulce, casi siempre cubiertas, con calles individuales: en una de ellas, al mediodía, repasaba mentalmente unos aburridos temas de oposición mientras la primavera asomaba alrededor. En otra, inaugurando el año, me sentí enferma de repente y me tuvieron que llevar a casa. El recuerdo del agua me hizo superar mejor aquella neumonía que se alargó tanto en el tiempo. Y ahora, al fin y de nuevo, la primera piscina, el primer lugar del verano con, como ya he contado más arriba, casi otro paisaje (otras voces, otros ámbitos. Y he recordado al nadador de Cheever y Burt Lancaster, a aquella bibliotecaria de Soledad Puértolas que nadaba en soledad, al elefante bañándose al final de El guateque, al narrador ahogado de El crepúsculo de los dioses, a la misteriosa biblioteca de la piscina de Hollinghurst, a las californianas de Somewhere y Boogie nights. Piscinas que he leído, que he visto en pantalla grande. Todas ahí, pero la mía la acabo de recuperar.

Hace unos días pregunté en Facebook, ese lugar al que ya no va nadie, pero que sigue estando ahí, si recordaban cuándo habían aprendido a nadar, dónde, cómo. Muchas coincidimos en recuerdos y espacios, hubo algunas historias de pánico y traumáticas, otras muy arriesgadas y divertidas. No todas fueron en piscinas, pero sí que sobrevuela en todas que la idea de nadar era una nueva iniciación, un nuevo paso,un nuevo disfrute. Quizá, y tan sólo quizá, la alegría de nadar sea equiparable a aprender a conducir: una nueva habilidad que nos coloca una pequeña medalla de independencia, pero también la de saber cuidar y cuidarnos. Nadar y conducir son, casi siempre, una idea de escape, de posibilidad de encrucijadas y fronteras (más allá en la piscina, casi hasta el borde; hasta donde se acabe la gasolina, en la carretera). Eso sí, en buena compañía, en el coche no se para hasta Venezia. O eso hacemos las señoras educadas.

Os deseo un verano lleno de mares y piscinas.

LO QUE LEO

En esa sección que hay que crear en la crítica literaria y que debería llamarse «autoras francesas que me pirran» hay que añadir a Hèléne Gestern. Ya os lo conté: había disfrutado muchísimo con El olor del bosque, pero es que en 555 aquí se añade mi predilección por Scarlatti.

Y qué divertido, tierno, extraño y bien escrito está ese pequeño tratado de cuestiones privadas y aleatorias sobre ser padre y ser hijo que nos regala Alejandro Zambra en Literatura infantil.

VEO

He vuelto a ver en TVE Segunda piel con los gloriosos Javier Bardem y Jordi Mollá. Impresiona, sobre todo en estos tiempos expectantes y algo tormentosos, de nuevo la identidad, la negación y el miedo a encontrarse. Han pasado más de veinte años y sigue siendo actual. El coloquio después fue fantástico también.

He llegado de casualidad a Three Pines. A mi fascinación por los paisajes helados se une una personal debilidad por Alfred Molina desde que lo vi en Enchanted april y en esa delicia que es Love is strange. En esta que ahora veo, qué personaje perspicaz y de impecable bonhomía construye. Hay misterios y asesinatos, pero, sobre todo, el análisis de una comunidad hermética y con una solidaridad extraña, donde cada una de las casas guarda algo que meter bajo la alfombra. En la distancia, el amor inquebrantable por su esposa, su constante añoranza, su sentido del deber.

ESCUCHO

Como mi hermana melliza Lopita, adoro los podcasts de crímenes. En nuestro ranking particular, en un pedestal tenemos El crimen de la guardia urbana (madre, que lo va a hacer Quim Gutiérrez en la tele), en un meritorio segundo puesto en el pódium está el caso de Helena Jubany, con la maldad senderista y los zumos envenenados y, hoy, en ese insomnio previo a una cita muy importante,he empezado con El enemigo, el crimen del lavadero de coches. Familias millonarias, enfrentamientos, rencillas, abogados negociantes, en fin, lo mejor de lo mejor.

Tarjetas de visita

1960s Two Women Sitting Together Gossiping Under Hairdresser Hair Dryer

Creo que ya lo he contado, pero las teclas dormidas y las tardes de domingo son para repetir historias. Hace tiempo, en esa tarea que ojalá nunca debiésemos hacer, vaciando cajones ajenos para dar paso a un nuevo momento en la vida, empaquetando o tirando sabe qué a la basura, eencontré una pequeña cajita con el logo de una imprenta. Dentro, aquellas tarjetas de visita que hoy ni son casi un recuerdo. Las tarjetas eran del año 66, lo deduje por el texto, y en impecable letra inglesa los nombres de mis padres, la dirección y teléfono, sin código postal ni prefijo, eran los años sin códigos postales ni prefijos, sin terapias contra la soledad porque todo brillaba menos porque, quizá y tan solo quizá, se necesitase menos porque había mucho menos. Aquellas tarjetas tenían esa melancolía anidada que desprenden los objetos fuera de su espacio y de su tiempo, esos objetos que quieren abandonar una orfandad acumulada y lanzarse a nuestros brazos. Los nombres de mis padres, la dirección en la que yo viví tantos años-donde subí escaleras llegando tarde o con un mediocre boletín de notas, donde guardé tabaco en un agujero del pasamanos aunque eso ya es otra historia- eran ajenos a mí porque yo, sencillamente ahí no existía. Y debajo, la leyenda hermosa por antigua y rara: «ofrecen a vd. su casa». Imagino su ilusión volviendo, recién casados de la imprenta, viendo a través del plástico transparente de aquella caja sus nombres normales investidos de la solemnidad que dan las publicaciones, sean como sean, estén donde estén. Quienes serían esos «ustedes «, habrían tomado café en unas tazas que guardo ahora empaquetadas, admirado las fotografías en marcos recién estrenados, la impoluta limpieza de la moqueta, las plantas trepadoras de la galería. Qué violento es el tiempo sobre los objetos y sus recuerdos inventados.

Las tarjetas de visita eran un anclaje algo mentiroso al mundo. Zanjaban en una línea quién eras, dónde vivías, a qué te dedicabas. No tenía una tarjeta quien no tuviese algo que ofrecer, fuese casa, un servicio laboral, una amistad algo tímida, un puente entre soledades. Las echo de menos, tuve unas de juguete de niña y las agoté en ese propio cumpleaños, pisoteadas en el suelo con restos de serpentina y confetti, aunque quizá confunda el fin de año con el cumpleaños, que casi es lo mismo. Una fantasía infantil era la impostura de inventarse una ocupación para ponerla en aquellas tarjetas color de rosa. Los viejos chistes de ser modelo y actriz no habían aún cuajado en las presentaciones, pero yo, que quería ser monja e indio de mayor (profesiones bastante complementarias por otro lado), nunca encontré una palabra que definiese mi dispersión. Yo era un poco profesora, aspirante a escritora y astronauta, me imaginaba la mar de mona en un laboratorio rodeada de probetas, jamás en un hospital, eso nunca. Pero también plantando cosas- utilizo la palabra «cosas» on purpose, no he tenido aldea y sé poco de sachar y plantar- parando al mediodía para descansar y darme al descanso o a la oración (Jesuitinas made me, u know) como en el cuadro de Millet. Pensaba también en ser conferenciante, catedrática, taxista (esto me duró mucho tiempo), amiga del panadero de Barrio Sésamo (era una profesión, no hacían nada, pero estaban) y un millón de cosas más. Si las pulsiones infantiles sobreviven un poco, quizá ese sea el motivo de ser dispersa, de que me interesen muchas cosas pero sea poco ducha en casi todo. Esa idea de probar- del lettering al club de teatro, del bordado a la meditación- se complica precisamente en el marco de actividades pretendidamente abiertas. Ojo, que cada vez que veo una actividad que me apetece me pregunto cuánto van a tardar en preguntarme qué hace una bibliotecaria allí: desde gestión cultural a redes sociales, la sonrisita sardónica que no falte, claro. Prescindiendo del viejo estereotipo que, personalmente, me la sopla- igual que el sacar pecho con listados de películas donde salen bibliotecas, la constante disposición al agravio de una profesión minorizada y, sobre todo, el orgullo librarian que es bastante vaya por Dios- ser bibliotecaria, y no cualquier otra cosa, es casi seguro recibir una mezcla entre extrañeza, lástima y falsa solidaridad (a no ser que manejen referentes de cultura pulp, en cuyo caso les perdono todo).

Pero en realidad yo venía a hablar de otra cosa, además de nostalgias y cajas recién encontrades. Existen en todas las comunidades, grandes o pequeñas, pero fundamentalmente en las pequeñas, los y las repartidores de carnets de legitimidad. A mí una escritora local, subrayo el adjetivo, me preguntó que qué hacía yo en la presentación de un libro. Imagino que lo mismo que ella, o quizá no exactamente: el hecho de que te la sople completamente hacer la pelota te da la libertad de ir a donde te dé la gana. A mi querida P., una señora algo paleta y seguramente con un ego inaudito e innecesario, le recriminó estar en un jurado porque «quién eres tú para estar aquí». Una persona que me pidió ayuda para difundir un librito me pidió que destacase algún aspecto de mi trayectoria, porque no la entendía (WTF!) y «tenemos que poner algo en la nota que enviaremos a la prensa». El «¿y tú que haces aquí?», primo hermano del «¿Y tú de quién vienes siendo?» es una constante en el mundo cultureta revenido, pero también en algunos bares con filtro de modernez, en espacios ya domesticados por élites endógenas y displicentes que son, a fin de cuentas, lo que son las élites. La idea de que una pertenece a un cardume, a un ecosistema cerrado, es bastante provinciano y excluyente. La frase ahí es muchas veces «Pero, cómo no vas a conocer a Menganito». Pues llevo 55 años sin conocerlo y tampoco me ha ido tan mal, mulleriña. Porque ya hablamos de los síndromes de la impostora, pero poco de las impulsoras del síndrome.

Por eso, casi miro y acaricio con nostalgia estas tarjetas de visita que he rescatado. No pretendían ser nada más que cortesía, un modo bonito y algo historiado de situarse en el mundo. La diferencia es que tú las creabas y tú las repartías a quien te parecía, nadie las cuestionaba, eran un agradecimiento y una invitación. Que alguien reparta esos carnets de legitimidad de los que hablaba antes, no es más que un favor para ahorrarte la terapia o el venirte abajo como posible impostora: decid que sí. Cada vez que os ofrezcan algo, presentar un libro, participar en un foro, en un debate, decid que sí. Porque, por supuesto, siempre habrá quien lo pueda hacer mejor, a quien no le gustes tú ni tu pelo azul ni que sepas más o menos del tema. Incluso, y es muy posible, que lo hagas rematadamente mal, vaya como el orto: no pasa nada, no te has tatuado una falta de ortografía en la cara ni has matado a Kennedy. Lo importante es no ceder milímetros ante quien quiere quitarnos, porque sí, todo el espacio: pasar de todo eso es la mejor tarjeta de visita.

Leo/veo/escucho

Leed Literary World de Posy Simmonds, ahora que lo han traducido al español. Es estupenda la casi hagiografía, pero llena de salseo del bueno, Carmen Balcells, traficante de palabras de Carme Riera. Leed también Cauterio de Lucía Lijtmaer y Los sentimientos del príncipe Carlos de Liv Stromqvist. Y cómo no: esa fantasía maravillosa que es Cocido y violonchelo de Mercedes Cebrián. Esperan muchas cosas en la mesilla, pero vamos lentas últimamente.

He visto dos series que me han gustado mucho, por razones diferentes. Una es A sort of, donde encuentro el que creo que es el personaje que más me ha interesado en una serie en mucho tiempo: Sabi Mehboob, paquistaní-canadiense, de género fluido que lidia con convenciones, libertad y la responsabilidad de ser el único interlocutor de los niños a los que cuida. Ojalá una segunda temporada pronto: mitiquísima la conversación en el desayuno con su amiga trans. Está en Movistar. La otra es Single drunk female (traducida, madre mía, como Vaya tela, Sam!). El recorrido por la neosobriedad, la vuelta a vivir con una madre (que es Ally Sheedy, la freak de El club de los cinco) a tu pequeña ciudad porque, borracha como una cuba, has agredido a tu jefe en una revista de modernitos pija, por lo que, como es natural, te despiden. Está en Disney.

En podcasts, sigo recomendando los que ya recomendé hace tiempo : en Reina del grito, me encantaron las conversaciones con Laura Fernández y Bárbara Lennie. Me gustó mucho el episodio «Rompiendo tabús y prejuicios»que llevaron Lucía Lijtmaer e Isa Calderón en Otra españolada, ya que, entre otras cosas, hablan de dos de mis películas fav en el mundo, que son El desencanto (guiño guiño a Dama de Sorrento) y Función de noche. Y, claro, mis queridas Hijas de Felipe con sus barrocos estigmas y genuflexiones, sus monjas salidorras, Juan Rana y una petición que les hago desde aquí: por favor, un episodio dedicado a Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana.

Y no paro de escuchar a Rosalía ni a Natalia Lacunza.

El (mal) deshumor

Reñir, constantemente: pulsad imagen para fuente.

No sé si es consecuencia del confinamiento del año pasado, de abrir y cerrar las ventanitas de las desescaladas, de pasmar tanto o, pensando en positivo, de haber hecho una limpieza de fondos, agendas o reestructuras de nudos (los gordianos, siempre los más complicados). No sé si es, como digo, el resultado de todo el agotamiento de escalar y desescalar, de los encuentros y la vuelta a los olvidos en esa versión, sardónica, y muy desencantada del mito de Sísifo. 2020 fue Sísifo y un poco Apolo y Dafne, un maremágnum de cosas raras y claro, como todas sabemos, los actos tienen consecuencias. Las consecuencia de las que hablo son el estado en el que habitamos los humanos: un permanente resquemor, cabreo, agotamiento, un constante deshumor.

El privilegio es siempre una atalaya con la pata coja. Estoy hablando de Zooms y de imágenes enmarcadas en pantallas durante días y días porque soy de las que me he zafado sin haber pasado el bicho. Ni yo ni nadie muy cercano, soy una suertuda. Puede parecer obsceno hablar de la necesidad de la risa cuando la realidad es aún dramática y no tiene visos de mejorar, lo siento, soy una optimista bien informada. Y claro que hay derecho a la queja, al despotrique y al desahogo. Veo too much caras de perro en todas partes y no digamos ahora que se puede/no se debe ir sin mascarilla en espacios abiertos: los que antes vigilaban por las ventanas, vigilan ahora que la máscara no te cuelgue de más por debajo de la barbilla. Si estás en una cola, la distancia de seguridad es, en muchas ocasiones, objeto de recriminación o comentario ajeno. ¿Recordáis cuando éramos como la niña Pollyanna y jugábamos a aquel juego de la alegría de aplausos y sonrisas a vecinos desconocidos en ventanitas desconocidas? De cómo hemos pasado de la, a veces, empalagosa beatitud al gruñido constante es un tratado de poco recorrido: estamos cansados, perdiendo la capacidad de asombro, rodeados de realidades violentas y que nos están haciendo retroceder un mundo. Aquí sí que somos más Sísifos que otra cosa, y no solamente en la maldita pandemia. Y lo dice una señora borde de campeonato, que ha escrito breves ensayos sobre el pollyanismo y el exceso de azúcar.

Creo que el año pasado la política creo extraños compañeros de cama: si todo lo personal es político, la política de obligaciones confinadas, ese año de paredes resabidas hizo que recibiésemos llamadas raras, whatsapps de personas que ya no estaban en tu vida y que no van a volver a estar porque no ha lugar, porque son yogures caducados: esa constante promesa de que algún día te lo comerás porque total no pasa nada, esa visión en la nevera tantos días y como tales, acaban en la basura porque en realidad ya no son nada. Pese a esto, decían en un episodio del podcast ¿Puedo hablar? que fue la mejor época de Tinder, que con la poca presión para quedar y desestimando esa rapidez obstinada del mundo digital, todo era mucho más reposado y dado a la conversación. Aquella época yo la enlazaba con mis primeros días en un país ajeno que sabes que has de hacer tuyo aunque no puedas al principio, donde recibías afectos a distancia y de regalos de despedida que te acompañaban en tu maleta nueva de nuevas aventuras. Estrechabas más lazos con los afectos que dejabas a 10000 km por eso mismo, porque estaban lejos y porque eran ya recuerdo magnificado. Quizá todos somos más nosotros mismos cuando no hay compromiso de crear un lazo real, cuando la confianza que surge como una explosión tiene puesto un cronómetro. ¿O es que no eran los dos protagonistas de Antes del amanecer mucho más auténticos el uno con el otro porque todo se desvanecería con la llegada del sol? La idea de lo efímero nos ayudó en los primeros días, de ahí a hacerlo todo más azucarado: nos meten en casa un par de semanas y a otra cosa, mariposa. Ja. Ahí ya empezamos con Apolo y Dafne, con Prometeo, hubo quien fue la desdichada Casandra y todos los mitos más que se nos ocurran. En esa doméstica Odisea, en ese postergado volver a nuestra Ítaca de normalidad, perdimos el humor, el principal patrimonio de la supervivencia. A lo mejor muchas no éramos ya la alegría de la huerta antes o, como dije en otra ocasión, veníamos cucú de casa. El problema es que la mala hostia se convierta en patrimonial, en el modo de estar en el mundo. Y eso sí es preocupante. Insisto: hablo desde el privilegio que da el tener una estructura medianamente estable pero, incluso en mi trabajo en redes en el que he visto mucho y mucha violencia, detecto una mala baba, un cabreo mucho más enconado, una actitud de espadas en alto más acusada. Y una caída libre del sentido del humor, de la trivialidad porque sí. He visto agarradas brutales en la calle, en el barrio pretendidamente megaguay en el que vivo, por las mascarillas. Follones por la distancia de seguridad. En otro contexto, acusaciones por parte de mala gente sobre la pertinencia o no del teletrabajo (yo pagaría por no tener que ver a algunas personas, de verdad). El buen humor, el intentar exhibir algo de pequeñita felicidad en el día a día empieza a estar mal visto: falta de compromiso (¿con qué?), banalidad, poca enjundia y seriedad para encarar la vida. Pues claro, afortunadamente.

Es fácil creerse en un ecosistema de verdades inamovibles, de apacible tranquilidad o de dramas que podemos embotellar. A veces, en el despacho que comparto con tres compañeras más, recordamos con sorna cuando nuestra máxima preocupación eran las radiaciones de radón. Todo ha cambiado de sitio y la maleza que cubre el futuro se ha hecho más y más espesa. Si no achicamos los ojos para ver algo más allá, si no oteamos el futuro descojonándonos vivas, mal andamos. Luego ya viene la segunda parte: que si te ríes eres muy tonta y todo eso. Pero eso ya lo dejamos para otro día, que se nos agota el cartucho de optimismo.

Y siempre, gracias a las diosas, vienen Los Punsetes

Leed:

Rápido, tu vida Sylvie Schenk (Errata naturae, 2021). Maravilloso: de esos libros que pasarán, seguro, desapercibidos, pero que esconden una humilde grandeza. Dos países, dos lenguas, el lugar de la culpa (de los otros): una reflexión diferente sobre la identidad y el hogar que creamos cuando llevamos nuestros pobres huesos a otros países (saldrá un comentario mío sobre esta novela algo más extenso en Tempos Novos, ya os lo traeré aquí).

Leo también a Ivy Compton-Burnett, pero me descorazona la traducción, sorry, Anagrama. Tengo Papel, el inmenso ensayo de Mark Kurlansky en Ático de los Libros, Quemar libros (saldrá pronto una reseñita mía sobre este librazo) de Marc Ovenden en Crítica e Irmandiñas de Aurora Marco, en Laiovento cortesía de GaliciaLe.

Ved:

La batalla por Britney de Mobeen Azhar es un documental en el que se aborda la curatela que la familia de la cantante lleva ejerciendo un montón de años y que le impiden tomar las riendas de su vida. El movimiento #freeBritney de los fans de la cantante es algo mucho más que una frikada: es poner encima de la mesa por qué a unos se les considera sencillamente excéntricos y a otras, sencillamente desequilibradas e incapaces de controlar su vida. Detrás, un padre posiblemente codicioso y un enjambre de abogados y asesores que se están forrando.

Manolita, la Chen de Arcos es un cuidadoso documental-entrevista a Manuela Saborido Muñoz, la primera transexual española en cambiarse el nombre en el DNI y en adoptar una niña. Si pensáis que Alaska es transgresora después de ver este docu, pues os lo hacéis mirar. Dirige la maravillosa Valeria Vegas.

He visto también Maricón Perdido (qué suerte tenemos de contar en el mundo con Bob Pop), Una danza para la música del tiempo (gracias, Filmin, por traerme a Anthony Powell en serie) y ahora, como buena dama brit, me estoy viendo TODAS las adaptaciones de las novelas de Agatha Christie que encuentro por doquier.

Escuchad:

El podcast La vida sigue igual es tan sugestivo como poco pretencioso ¡y me encanta!: las conversaciones son fluidas, los invitados pueden hablar sin que se les interrumpa. Mario Temiño es un entrevistador pulcro, con preguntas muy adecuadas que no pretenden ser las del primero de la clase. Cero postureo, mucha verdad.

El grupo Son tías simpáticas Toni Acosta y Silvia Abril . Lo que es muy de agradecer es que se desmarquen de otros podcasts con el esquema «yo estoy muy loca y tú menos» (que a mí me encanta Estirando el chicle, vale, pero se trata de hacer algo diferente).

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